Por Jorge Letelier
En la mitología griega, Casandra (con C) significa “la que enreda a los hombres”. Era la sacerdotisa de Apolo quien, enamorado de ella, le dio el don de la adivinación a cambio de relaciones sexuales. Luego de obtener los dones, Casandra rechaza a Apolo y como castigo es condenada a que nunca nadie creyera en sus profecías, convirtiéndose en una loca e incomprendida.
Lejos de la importancia de Medea, Antígona o Electra, Casandra ha tenido una posición secundaria en el teatro clásico pese a que su rol ha sido clave para alimentar el imaginario popular. Concubina del rey Agamenón y amante de su hermano Héctor, Casandra ha cargado con un destino que ha impulsado tragedias y guerras pese a la paradoja de no haber sido nunca protagonista de ninguna obra.
Este desplazamiento hacia una zona de invisibilización es clave para entender a esta Kassandra, cuya “K” nos sitúa en un territorio de resignificación violenta. Se trata de la segunda obra del premiado dramaturgo uruguayo Sergio Blanco que trae a escena el colectivo liderado por Lucía de la Maza luego de Tebas Land, presentada en 2017 (y que aquí funge como productora). Es parte de una trilogía del autor inspirada en mitos griegos, del que Kassandra es originalmente la primera (se estrenó en 2010, dos años antes de Tebas Land), y en que la tercera de ellas, La ira de Narciso (2015), será llevada a escena en noviembre de este año.
Blanco es uno de los dramaturgos latinoamericanos más representados fuera de su país y Kassandra representa quizás su apuesta más radical. Porque su personaje habita en varios niveles de desplazamiento cuyo sentido potencia su carácter político: es un travesti migrante dedicado al trabajo sexual que habla en un idioma que no es el suyo y que se apropia del discurso del personaje original desde ese margen.
Esta Kassandra no nos dice por qué representa a Casandra. Simplemente utiliza performáticamente su historia desde un espacio y tiempo indeterminado, pero absolutamente actual. Fundamentalmente desde el texto escrito en un inglés rústico, de palabras simples y construcciones lingüísticas toscas, que aparte de entenderse sin problemas refuerzan esa sensación de precariedad del personaje, que parece buscar desesperadamente un halo de legitimidad y visibilidad. El lugar físico desde donde lo hace también es una zona gris, ya que se trata de una especie de bar atemporal que refuerza el carácter de tránsito: Kassandra espera el llamado de un cliente mientras toma una bebida y se posa sobre el mostrador, casi el único decorado (en otros países el montaje ha sido presentado en bares reales, enfatizando el carácter marginal del texto).
Lo que resulta remarcable del texto de Blanco es la capacidad de repensarse desde un lugar que no es ni relectura ni adaptación. Como apropiación de un mito, se vale del personaje para desplegar una transformación que la sitúa en una marginalidad violenta que es tanto la explotación sexual y social como las tensiones de género. Los tránsitos que la obra así establece van desde la mujer al travesti, de la concubina a la refugiada política, de la figura sexual por placer a la figura sexual por dinero. De la C a la K. En todas ellas el texto problematiza la invisibilidad que la historia le ha dado desde la ficción a las nuevas representaciones e imaginarios femeninos.
“I’m not crazy…I’m Kassandra… But I’m not crazy… Everybody says: Kassandra is crazy… crazy woman… dangerous girl… Kassandra is wild… extreme person… but it is not true… I’m not crazy… sorry… Aeschylus and Euripides writed about me… yes… writed plays… tragedies… You know?… the greek tragedies”.
Esta Kassandra dialoga con el público desde un espacio de confesión íntima, simulando secretos que pugnan por salir a la luz (“Hector lived with Andromache but he make love with me… all nights… Hector and me… the sex in secret…”), pero a la vez opera en un mecanismo de proyecciones más allá de lo textual porque a la vez no es Kassandra, es un inmigrante travesti enfrentado a su realidad. Performance y representación se unen en un calculado juego que se trasmuta incesantemente a partir de un texto en apariencia pueril que explora en las posibilidades de la autoficción, recurso discursivo explorado con frecuencia por Blanco.
En la economía de medios de la puesta en escena, la opción de situarla fuera de un contexto definido ayuda a reforzar sus posibilidades discursivas porque opera desde la ausencia y precariedad que entrega lo transitorio. La iluminación y el texto hablado en inglés lo convierten en una experiencia inasible y hasta incómoda, con una sensación de extrañeza que es acompañada notablemente por la actuación de Lucas Balmaceda, cuya vulnerabilidad casi se puede oler.
Lo interesante del entramado conceptual de Blanco, que nos propone la directora Soledad Gaspar, es que aludiendo a los mismos imaginarios sociales que hoy pueblan los discursos críticos del teatro local (minorías sexuales, inmigrantes, estudiantes), el resultado sea tan diametralmente distinto. Y no parece ser un problema de énfasis (ya sabemos que, en demasiados montajes locales, el griterío para dejar claras las fisuras del sistema deviene en ruido hueco), sino que podría decirse que es un asunto de desplazamientos y reconstrucciones. De una puesta en escena por otra. De un personaje por otro, de un contexto por otro. Traspasando idiomas, geografías reales y míticas, discursos y espacios.
Imaginando zonas de ambigüedad para enfrentar cuestiones urgentes y concretas, como una forma de redirigir la mirada hacia un gesto tan poético como performático.
Funciones de miércoles a sábado, a las 20:30 horas y domingos a las 19:30 horas en Matucana 100, Microsala.
Título: Kassandra
Dramaturgia: Sergio Blanco
Dirección: Soledad Gaspar
Intérprete: Lucas Balmaceda
Producción: Lucía de la Maza
Diseño Sonoro: Damián Noguera
Diseño Visual: Gomar Fernández, Laura Baigorria, Francisca Nardecchia
Diseño escénico: Zorra Vargas