Como ya es habitual en obras que casi instantáneamente se convierte en éxitos planetarios, los datos anecdóticos pueden nublar el real alcance de su dimensión: la consagración de un dramaturgo de entonces 26 años, un fenómeno que se extiende como reguero de pólvora con adaptaciones en distintos países y los adjetivos superlativos que operan como frases de marketing.
“Mi hijo solo camina un poco más lento” es la segunda obra del croata Ivor Martinic, estrenada en 2012 y cuya versión argentina, dirigida por Guillermo Cacace (director de la espléndida «El mar de noche»), se vio acá el 2015 en la extensión local delFIBA. Esa adaptación estuvo más de un año con sus funciones completamente vendidas causando un gran impacto en la escena off de Buenos Aires. En esta ocasión, es la actriz Bárbara Ruiz-Tagle quien compró los derechos y ha dirigido esta versión con un elenco de sólidos actores de la escena local.
La historia gira sobre una familia “disfuncionalmente” común, donde se reúnen abuela, padres, tíos, hermanos y vecinos para celebrar a Branko, un joven que está cumpliendo 25 años y quien está en silla de ruedas aunque no se explicita qué originó esa condición. Ellos se congregan en un espacio único, el hogar del joven, aunque ese espacio está abierto al público casi como si este fuera un integrante más, con las luces encendidas en parte de la función o la alusión directa de los actores a los espectadores. En este punto es crucial la presencia de un narrador que se desplaza entre los personajes y que hace la función de didascalia (narrar las acciones que van a ocurrir, y que muchas veces describe situaciones que luego no ocurren), generando una sensación de incertidumbre que le hace muy bien al relato porque nos acerca a un espacio de claroscuros identificable no desde la convención teatral sino desde el derribamiento de la cuarta pared que nos invita a ser parte de una acción que pareciera se está creando en ese momento.
La singularidad del montaje es que si bien la obra parece definirse como una reflexión en torno a la tolerancia frente al otro, al distinto (así al menos ha sido anunciada por los medios), en su eje gira no por lo que le ocurre a Branko sino en cómo su situación afecta y determina a los demás miembros de su familia y cómo a partir de este hecho se puede examinar la idea de la felicidad asociada al grupo familiar. Eso hace que la obra se desplace en diferentes niveles y tonos dependiendo de cada personaje.
Así, su madre se niega a verlo como discapacitado y no acepta que los demás lo vean como distinto, mientras su padre está en un escape permanente. Una tía alienada discursea sobre la muerte de su mascota y la abuela enferma de Alzheimer profiere garabatos a su marido sin cesar. En la superficie parece una postal propia del cine indie americano sobre familia disfuncionales, donde la extravagancia se convirtió en una impostura de realidad. Pero la gracia del texto de Martinic es que lo presenta desde una ruptura en la continuidad de las acciones, los diálogos y los espacios, donde una acción se concentra en uno o dos personajes mientras el resto espera en silencio el momento para intervenir en la acción. Esa cualidad le confiere a la puesta en escena una rara particularidad entre la cotidianidad casi chejoviana de la observación familiar pero actualizada por un procedimiento de instantaneidad que lo asemeja a estar presenciando un permanente ensayo, un pedazo de representación que se intuye es una entre otras posibilidades de relato.
La habilidad de la debutante directora Ruiz-Tagle es que deja fluir este texto sin intentar explicarlo desde el drama o la comedia. Es una especie de work in progress existencial que va modulando su tono a medida que las escenas se van encaminando hacia una u otra dirección. Si bien el tema de fondo tiene a la vista permanentemente el tufillo de la corrección política tan utilizada en estos momentos en el teatro local, la aguda mirada sobre la familia del dramaturgo más bien nos habla desde una posición en que la familia se asume como una condena, un espacio agridulce en la cual las certezas no parecen tener cabida y que pese a todo, es lo único que tenemos. En este punto, flanqueado por un humor mordaz y cruel, la negación como ejemplo de sobrevivencia se hace patente frente a la infelicidad que todos en mayor o menor medida, profesan. La madre niega la condición de Branko y mantiene las apariencias con su marido, la abuela confunde a un antiguo enamorado con su esposo aunque es apenas un mecanismo para sobrevivir.
No son grandes temas y han sido exploradas muchas veces antes, pero la levedad y falta de pretensión hace que estas pequeñas verdades –muchas de ella dichas mirando al espectador- resuenen simples y desde una zona que de tan cercana resuena dolorosa por su honestidad y ausencia de idealismo en torno a la familia.
Hay que destacar el brillo parejo de un elenco en el que no todos tienen el mismo nivel de protagonismo. La abuela desmemoriada de Ana Reeves tiene más brío en la desorientación casi física que exhibe (más allá de su gracia coprolálica), mientras la madre de Branko (Roxana Naranjo) encaja bien ese sutil rasgo de negación ante la realidad de su hijo y un aliento de derrota permanente. Pero sin duda es la enamorada de Branko (Alejandra Oviedo) quien tiene el peso del personaje más atractivo y complejo, el único que -salvo Branko- ha elegido enfrentar su realidad con la verdad y sin apariencias, con un jocoso erotismo naif. No es en vano el único personaje que junto al protagonista presenta coherencia entre el hacer y el decir. Y es el único además que siente que la felicidad puede ser algo más que una quimera.