Crítica de Teatro
“Molly Sweeney”: Imágenes para antes de ver
Por Jorge Letelier
Luego de su estreno en el Gate Theatre de Dublín, en 1994, esta obra de Brian Friel ha recorrido el mundo con exitosas y premiadas versiones que la han convertido en una especie de clásico contemporáneo. Lo que en su momento pudo ser una novedad temática, el narrar el proceso de un personaje desde la ceguera hasta cierta forma de “ver”, hoy es un desafío desde las exigencias de la inclusión de audiencias no videntes por lo que conlleva nuevos y complejos niveles de narración, puesta en escena y accesibilidad.
A priori, el montaje dirigido por Omar Morán (“El presidente”) tiene dos grandes exigencias: un texto de cuidadosa factura dramática en la que cada uno de los personajes parece dialogar con los espectadores antes que entre ellos, y la manera en que este texto exige “traducir” a imágenes el proceso en que su protagonista logra percibir el mundo desde la casi absoluta ceguera.
Es sabido que Friel se inspiró en el ensayo del neurólogo Oliver Sacks, “Ver o no ver”, donde narraba el proceso de recuperación de la vista de un paciente. Aquí Friel organiza su relato entre tres personajes: Molly Sweeney, una mujer casada, realizada y viviendo una vida plena a pesar de la ceguera. Su marido Frank (Carlos Ugarte), un seguidor de empresas improbables quien está empeñado en que Molly se opere para recuperar la vista, y el Dr. Rice (Diego Casanueva), un oftalmólogo desencantado quien ve en este caso clínico la oportunidad para regresar a la primera división de su profesión.
En un espacio casi desnudo flanqueado por cortinas blancas altísimas, los tres personajes monologan al público y van exponiendo sus pensamientos, deseos y miedos. Por esta opción –no muy novedosa-, el estatismo de la teatralidad es evidente y es sorteada por una serie de imaginativas soluciones visuales. La obra abre y tiene en varios pasajes una oscuridad absoluta, apoyado por la audiodescripción a cargo de una actriz que no está en escena. El tono es particular, oscilando entre un relato poéticamente testimonial (el de Molly) a otro coloquial pero muy ajustado en sus palabras y ritmo (el de su marido y el oftalmólogo). Lo interesante y sugerente es que el texto se acompaña de voces de la subjetividad de Molly, como cuando era niña y recuerda episodios de su infancia con su padre (hay un hermoso texto respecto a los colores y las flores favoritas de Molly). Este recurso es muy adecuado porque abre la percepción a una experiencia fuertemente subjetiva que se acompaña de imágenes que traducen la percepción de Molly o cómo es que ella organiza visualmente sus recuerdos: son figuras de colores, lejanamente figurativas, que se diluyen y transforman. El espacio vacío del escenario se convierte así en una especie de conciencia visual del personaje a la manera de una instalación visual, envolvente y deslumbrante, realizado por la destacada diseñadora escénica Rocío Hernández (“Estado vegetal”).
El relato nos conduce a una extraña sensación placentera: Molly no ve pero ha logrado un equilibrio perfecto entre un mundo exterior apenas sugerido en formas y contornos y una interioridad plena. En esa zona construida por exploraciones y tenues acercamientos táctiles, Alessandra Guerzoni compone una Molly intensa y vulnerable, que se mueve en un espacio casi flotante, ejemplificado espléndidamente en las imágenes en que alude a la natación como uno de esos momentos en que la ausencia del ver no significa no poder percibir el mundo exterior.
El punto central es la operación que el Dr. Rice realiza y que devuelve la visión a Molly. Para él es más un ejercicio de redención de una vida que se fue por el despeñadero, una forma de redireccionar una vida marcada por la derrota. Frank ve en la operación la posibilidad de que Molly sea feliz y plena, sin darse cuenta que ya lo es. El proceso en que ella es devuelta al mundo de la visión es el punto más alto del montaje, donde las formas indefinidas de lo que ve está bellamente graficado en este espacio diseñado por Hernández y apoyado por las imágenes del artista visual Alex Waghorn. Un ejercicio que deviene en terror para Molly.
Porque la tesis del montaje es tensionar los límites perceptivos de la visión no desde lo objetivo sino que desde lo que ella ha construido como paradigma del ver y percibir, en una singular mezcla entre neurología y subjetividad. Es por ello que conceptos como luz, forma o claridad, se convierten en palabras ambiguas en la medida que pervierten una armonía ya establecida, una forma de alterar su tan cuidadosa y personal construcción subjetiva. Esos momentos son resueltos notablemente por el diseño visual, que oscila entre lo surrealista y lo abstracto, y por la actuación de Guerzoni, quien de manera sutil va desarmando a su personaje. No resultan del mismo modo las actuaciones masculinas, quienes se aprecian rígidas y demasiado esquemáticas.
Los hallazgos de puesta en escena y los esfuerzos por acercar la obra a una audiencia con discapacidad visual se convierten en “Molly Sweeney: ver o no ver” en una preocupación real por la accesibilidad, no en meras declaraciones de corrección política. Junto al apoyo de la compañía de teatro de ciegos LUNA, hay una aplicación, Lazarillo App (con un sistema de orientación inteligente), que pueden utilizar las personas ciegas que van a ver la obra, así como un programa en braille y una instalación a la entrada del teatro, “Touch and match”, donde espectadores con discapacidad visual pueden interactuar con tres maniquíes con máscaras idénticas a los rostros de los actores, y con un audio de sus voces. Por ello, es el montaje más completo –desde los esfuerzos de la accesibilidad- que se haya realizado en el país.