Por Alejandra Delgado
La nueva programación de Sala UPLA (Valparaíso) incluyó Nina como una de sus apuestas destacadas. Escrita en 1935 por Gloria Moreno, una de las creadoras más tempranas y significativas del teatro chileno, la obra se estrenó en 1938 con la recordada Ana González en el elenco. Su propuesta fue vanguardista para la época: narra la historia de una mujer que enfrenta la opresión del mandato doméstico en un entorno familiar cargado de tensiones. Modista de oficio, Nina, una joven de 25 años, sostiene el hogar mientras convive con un marido violento y alcohólico, y dos mujeres que la coartan: una suegra dominante y una madre ausente, cuya presencia es arrolladora. El drama reflexiona sobre las jaulas visibles e invisibles que constriñen a las mujeres, su lucha por emanciparse y los límites de esa libertad en un contexto patriarcal.
La recuperación del texto y su regreso al escenario 90 años después son un gesto relevante y un acto político y teatral que merecen atención. No solo por lo que significa volver a mirar la escritura de mujeres del siglo pasado, sino porque Nina plantea una pregunta que aún incomoda: ¿cuáles son las condiciones de posibilidad para una mujer de clase trabajadora en una sociedad desigual?
Ese gesto de rescate, sin embargo, no basta si no hay una propuesta escénica que dialogue críticamente con el presente. Sin eso, el gesto se vuelve patrimonial, atento a la conmemoración más que al cuestionamiento. El problema aparece cuando ese gesto de recuperación no va acompañado de una propuesta escénica sólida. Esta versión, impulsada por un elenco joven y universitario, no logra sostener el espesor que la obra convoca desde su origen.
La puesta dirigida por Maritza Farías opta por una estética realista, incluso algo conservadora, que se desplaza en una línea solemne. Hay aciertos importantes: una escenografía sobria, evocadora y eficaz —un visillo alto que cuelga como telón de fondo y percheros rococó que delimitan el mundo íntimo de Nina—; una iluminación precisa que aporta tensión y dramatismo en los momentos justos; y una propuesta de movimiento que dinamiza el espacio, a cargo de tres intérpretes (Anette Barraza, Paula Díaz y Rafaella Sobarzo) que, de manera coreográfica, interpretan a un solo personaje, ensamblando las escenas a la vista del público.
Este dispositivo físico moviliza la construcción de la obra y aporta ritmo a momentos que, de otro modo, podrían volverse reiterativos. Sin embargo, lo que promete ser una puesta vital de una dramaturgia histórica termina perdiendo fuerza. Aunque hay intención, las actuaciones enfrentan desafíos para sostener los ritmos y transiciones del texto. La protagonista (María Jesús Cabezas) carece de un arco emocional plenamente desarrollado y una corporalidad que sostenga el relato; sus silencios no siempre logran la gravedad necesaria, y algunos parlamentos pierden fuerza y ritmo antes de resonar en la audiencia. En varias ocasiones, me encontré más consciente del tiempo que quedaba para el final que del desarrollo de los personajes centrales. Hay un aspecto del oficio actoral que se echa de menos y que afecta la experiencia en su conjunto.
Algunas actuaciones secundarias logran destacar, como la de la suegra (Vilma Pérez), que es rotunda, y la de la amiga chismosa y contenida (Javiera de Luna Vilches), cuya interpretación promete un futuro sólido; pero esto resalta aún más la fragilidad de otras presencias, incluida la de la protagonista. El interés general se diluye y la energía emocional baja debido a esas fragilidades, lo que debilita la fuerza que la obra originalmente convocaba.
En un contexto saturado por discursos woke que, en vez de abrir espacios de reflexión genuina, reducen la complejidad a consignas simplistas y performativas, Nina se presenta como un gesto casi romántico sobre emancipaciones truncadas. Aunque en su época fue una obra de éxito, vanguardista y un quiebre en la dramaturgia chilena por abordar la voz de la mujer y la tensión doméstica, la puesta actual no logra trasladar ese impacto ni esa complejidad al presente. En lugar de dialogar con las contradicciones actuales sobre el rol de la mujer, la propuesta se queda en una mirada nostálgica y parcial, más cercana a un ideal romántico que a una exploración profunda y auténtica.
Más que una reflexión situada y presente, lo que emerge es una invitación a pensar la emancipación desde el pasado, sin ese diálogo intenso y urgente con el presente que permitiría que la reflexión se sienta genuina y vigente.
Tal vez porque la fuerza de la directora no reside tanto en la dirección actoral ni en la construcción escénica, sino en la investigación misma —un espacio donde el texto, la memoria y el archivo cobran sentido en su literalidad—, más que un montaje teatral acabado, la propuesta se presenta como un ejercicio de archivo y enunciación, que no siempre logra construir un lenguaje escénico propio. Aquí no hay una traducción dramática en sentido estricto, sino más bien una voluntad de enunciar y documentar mediante recursos escénicos, aunque sin lograr siempre un lenguaje teatral propio.
El vestuario no apoya la construcción de los personajes ni refuerza la tensión simbólica; más bien, acentúa el descuido y la incoherencia visual en una obra que explora el cuerpo femenino, el encierro simbólico y la emancipación, por lo que la indumentaria debería reflejar esas tensiones con mayor prolijidad. Nina aparece en buena parte de la obra con un pantalón tipo años 30 ligeramente arrugado y, más adelante, con un vestido holgado y sin estructura, que no termina de reforzar el simbolismo del encierro.
Por su parte, el vestuario del hombre que representa un posible horizonte distinto para Nina (Juan Esteban Meza) muestra desajustes: un abrigo grande, con hombreras visibles, mangas largas y algunas pelusas que desentonan con la atmósfera de época. Estos detalles, aunque menores, afectan la coherencia visual y evidencian la necesidad de una dirección más precisa que integre cuerpo, espacio y texto de manera sólida.
Aún así, la sala estuvo repleta. Incluso hubo gente que no logró entrar y se quedó afuera esperando, dando cuenta del interés por reencontrarse con una dramaturgia escrita por una mujer en los años 30 y con temas que siguen siendo objeto de debate, incluso cuando la puesta no alcanza todo lo que podría.
Surge entonces una pregunta que invita a la reflexión: ¿qué sensación queda cuando una obra que fue disruptiva en su tiempo hoy se presenta con menor intensidad? ¿Qué libertad transmite Nina en escena y cuáles siguen siendo desafíos, tanto para el personaje como para quienes la observan?
Como plantea Rancière, la emancipación comienza cuando el espectador se reconoce capaz de pensar e interpretar. Por momentos, abandonar la sala pareció un gesto de crítica: no por desinterés, sino por rechazo a una representación que no convoca ni reconoce al espectador como interlocutor.
FICHA ARTÍSTICA
Título: Nina
Dramaturgia: Gloria Moreno – Ester Irarrázaval Mac Clure
Dirección: Maritza Farías Cerpa
Elenco: María Jesús Cabezas Villegas, Vilma Pérez Ureta, Mauricio Daille Valenzuela, Juan Esteban Meza Cartes, Javiera de Luna Vilches Suárez, Stella Zúñiga Contreras, Francisca Vargas Barraza, Anette Barraza Mena, Paula Díaz Brante, Rafaela Sobarzo Villarroel, Anahis Verdejo Olivares
Producción general: Christopher Ortega Silva
Diseño integral: Tamara Figueroa Álvarez
Composición musical: Fernando Milagros
Operador de iluminación: Carlos Bustos Mendoza
Operador de sonido: Juan José Ubal Vergara
Comunicaciones:
Matías Salinas Valenzuela (Valparaíso)
Francisca Palma Arriagada (Santiago)