Crítica de Teatro “Ohaguro”: Oscurecer para develar

Por Romina Burbano Pabst

Por un momento, perdí su mirada. Cuando volteó la cabeza, un destello negro emergió entre el pálido de su rostro y el suave rojizo de sus labios. Era un negro profundo, se apoderaba completamente de sus dientes, transformando su sonrisa en un gesto ambiguo, difícil de descifrar a primera vista, pero imposible de ignorar.

Durante los periodos Edo y Heian, en Japón, existía una práctica ancestral en la que geishas, samuráis y aristócratas ennegrecían sus dientes con una solución de limadura de hierro y vinagre. Con el tiempo, la práctica del Ohaguro – teñir los dientes de negro- se convirtió en un ritual que simbolizaba belleza, madurez y lealtad. Este oscurecimiento marcaba no solo una transición importante en la vida de quien lo portaba, sino que también, dialogaba con una dualidad singular: el adorno y la renuncia, lo visible y lo oculto. Sin embargo, en febrero de 1870, el Gobierno Japonés prohibió la práctica del Ohaguro. Junto con la pronta occidentalización del país en el siglo XIX, poco a poco se desvaneció de la memoria de los japoneses, quedando exclusivamente para el teatro Kabuki o las Maiko.

Ohaguro, dientes negros escrita por Tamara Villa en el 2023 y dirigida por Carlo Urra, es una obra teatral contemporánea que trae a escena un pasado incierto, un presente fragmentado y un futuro en constante reinvención. La obra sitúa al espectador en una dimensión teatral plural donde los personajes, como partes de una memoria develada, emergen y desaparecen en un tejido caótico donde el género, la alteridad y la memoria se entrelazan y desdibujan en tiempo y espacio.

En palabras del director la es no aristotélica, esto quiere decir que rompe con las normas tradicionales del teatro aristotélico, las cuales son: acción (desarrollo de un conflicto), tiempo (debe pasar en un día) y lugar (desarrollo en un lugar único). La obra se aparta de las características aristotélicas y se acerca hacia un teatro del absurdo. Un teatro no convencional, con personajes desconocidos, diálogos sin sentido aparente y escenarios irreconocibles. Creando así una obra que refleja la inestabilidad de los personajes en cada una de sus escenas y diálogos que, aunque por momentos se tornan difusos, ofrecen cierta continuidad temática. No alcanza una lógica narrativa completa porque profundiza en la experiencia misma del momento, evocando la naturaleza fragmentaria de la memoria. Así la obra y su evidente título, no solo evoca una práctica cultural, sino que también, sirve como metáfora del acto de existir: oscurecer para develar, perder para recordar.

Una luz tenue aparece lentamente, revelando la silueta de una mujer. Su cabello bastante, hablaba de los muchos años que cargaba consigo. «No me acuerdo lo que soñé anoche», dice la mujer, introduciendo al espectador a la temática de la memoria y el olvido. A partir de ese momento, el lenguaje en la obra adquiere una agencia propia: se fragmenta, se destruye y se reinventa constantemente, entre el pasado y el presente. Esto da lugar a un juego del lenguaje, por momentos lúcido, en otros falto de sentido, pero, siempre destacando elementos que mantienen el hilo conductor a través de la narrativa. Cada escena marca un gran cambio, con diálogos y acciones que surgen de manera impredecible.

El espacio prácticamente vacío, adornado con un espejo grande en la parte de atrás y varios sets de luces que complementaban la estructura propia del teatro. A medida que la obra avanza, el espacio escénico se transforma, pero no es un cambio de escenografía, es un cambio ligado a los personajes. Así, aunque el espacio físico es el mismo durante toda la obra, este cambia constantemente por los intérpretes y su relato: Imaginamos que están en una casa porque la hija y el padre están ahí, son los personajes y sus contextos lo que determina ese espacio imaginario. Como son muchos personajes, se transforma en una pluralidad de espacios: una casa, un cabaret, la parte de afuera de la casa con un árbol, etc. El espacio muta, adaptándose a los ojos de cada espectador.

Las entradas y salidas al espacio escénico son tan diversas como las emociones que transmiten: A veces corriendo, otras caminando lento o, con acrobacias y danzas. El uso del espacio es dinámico, convirtiendo cada movimiento parte del relato. Entre coreografías y técnicas del teatro físico, los intérpretes despliegan un dominio absoluto de su cuerpo. Movimiento, gesto y voz se entrelazan, desdibujando el límite de un personaje y otro. Cada transición, lejos de ser un simple cambio de vestuario y texto, se convierte en una metamorfósis visible: cambios en las posturas, en el ritmo del movimiento o el tono y modulación de la voz. La expresión corporal se convierte en eje central de la obra, revelando no solo la técnica y el rigor de los actores, sino también su capacidad de transformarse constantemente, manteniendo al espectador cautivo en todo momento.

Los cinco intérpretes: Pola Calderón, Philippa Jesús, Juan Pablo Fuentes, Clarita Giacamann, Nicolás Poblete, demuestran una destreza al habitar múltiples personajes, otorgándoles a cada uno una identidad clara y memorable. Al igual que el espacio, los personajes también se multiplican: bailarines, forenses, un pájaro, un narrador, una madre, un padre, una hija, un hijo, una abuela, la muerte, entre otros. Esta riqueza escénica si bien puede resultar por momentos abrumadora, lleva al espectador a conectar y sentir a mayor profundidad lo que está observando. Los cinco intérpretes que traen a la vida distintos personajes desafían al espectador a reconstruir las conexiones entre ellos, reforzando la idea de que todos los personajes están, aunque parecieran no tener relación, tejidos el mismo hilo: recuerdos compartidos, tensiones familiares, identidades pasadas.

La multiplicidad de escenarios y personajes, vestuarios y diálogos, son un reflejo directo del tema de la memoria. Cada personaje, espacio y pensamiento emerge en escena representando la fragmentación del pasado que se reconstruye en ese presente. En este sentido, la memoria no es algo lineal ni coherente; es caótica, mutable y cada figura y simbolismo se convierte en un rastro, una evocación de recuerdos dispersos. Además, ésta pluralidad aporta una profundidad en la narrativa al mostrar cómo diferentes facetas de una misma historia pueden coexistir, chocar o complementarse.

Ohaguro, dientes negros, además de ser una representación teatral, es una experiencia sensorial y emocional que invita al espectador a enfrentarse a una narrativa que distorsiona, que rompe con lo que se acostumbra a ver. Como la práctica que le da nombre, la obra oscurece para develar, dejando entrever la fragilidad y lo efímero de la memoria. En un caos armónico, donde el recuerdo brumoso del pasado y las tensiones del presenten se juntan, me pregunto ¿qué significa recordar? ¿qué queda cuando los recuerdos se desvanecen y se reconstruyen? Ohaguro no busca respuestas; propone espacios, preguntas y reflexiones. A veces clara, otras veces velada, pero siempre en movimiento y transformación. Al apagarse las luces, el espectador no se despide de la obra, se la lleva consigo.

Ficha Técnica

Título: Ohaguro

País: Chile

Dirección: Carlo Urra López

Dramaturgia: Tamara Villa

Elenco: Pola Calderón, Philippa Jesús, Juan Pablo Fuentes, Clarita Giacamann, Nicolás Poblete

Producción: Víctor Silva

Diseño Sonoro: Ignacio Redard

Diseño Vestuario: Jota Gallardo

Diseño de Iluminación: Alfredo Basaure

Piezas Gráficas: Gustavo Eulogio

Edad Recomendada: +16

Duración: 60min

COORDENADAS
21 al 30 de noviembre
miércoles a sábados, 20 h
Recomendada para mayores de 16 años
Duración: 60 min
Gral $7.000, Est.$4.000, Personas mayores $2.500, Estudiante de teatro, danza y periodismo (deben presentar credencial en boletería) $2.000
Preventa $3.500 (hasta 20 de noviembre o agotar stock)
Teatro Camilo Henríquez
Amunategui 31, Santiago Centro, Metro Moneda.
https://ticketplus.cl/events/ohaguro

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