Crítica de Teatro
“Todos eran mis hijos”: Dilemas morales de ayer y hoy
Por Jorge Letelier
La pertinencia de un texto enorme como “Todos eran mis hijos” parece encontrar sentido en cada época y circunstancia. Eso ocurrió en su estreno en Estados Unidos en 1947, donde a los pocos años de concluida la II Guerra Mundial Arthur Miller avizoró que la ambición material y un naciente individualismo provocado por una sociedad en rápido ascenso social y económico iba a provocar una tensión con su propio conservadurismo.
Han pasado setenta años y en el estadio actual del capitalismo tardío, más aún en un país como Chile, el dilema de Joe Keller resuena en toda su trágica profundidad en una sociedad entregada con insistencia al “todo vale” para lograr sus fines mientras las certezas sociales y morales a su lado se caen a pedazos. Difícilmente el director Álvaro Viguera hubiera podido adivinar un momento tan afín a las preocupaciones originales de Miller que éste, con movimientos sociales que ponen en jaque los paradigmas éticos y culturales y que entran en colisión con el discurso de las elites enriquecidas y cada vez más ensimismadas en su ambición. Si esto ocurre más allá del contexto pensado por el autor, es porque su densidad moral respecto al deber y a los fines individuales y sociales levanta interrogantes que son sin duda atemporales.
De cierta manera, lo que Miller denunciaba en su diatriba de 1947 respecto a lo frágil de los cimientos de la sociedad burguesa y la idea de la familia de clase media como contenedor moral, a la luz de la realidad actual de nuestro país parece ser el canto del cisne de una batalla que al menos simbólicamente, parece estar perdiéndose: la relación entre lo privado y lo social, la ambigua frontera entre culpa e inocencia, la preeminencia de la moral individual incluso por sobre la ley.
El montaje es el cierre de una trilogía con que Viguera revisitó a autores canónicos del siglo XX (Bertolt Brecht en “Happy end” y Anton Chéjov en “Tío Vania”) y que no parecen tener mayor relación entre sí que el mero homenaje, aunque esta tiene el mejor resultado de las tres. El director de “Sunset limited” ha demostrado que se adapta a las necesidades de cada obra que ha dirigido sin imponer una visión autoral, y ha mostrado progresivamente una tendencia hacia una mayor economía expresiva y apostando por esa vieja máxima del “menos es más”.
Con un enorme árbol como centro de la puesta en escena, asistimos a un fin de semana de la familia Keller. El padre, Joe (Cristián Campos), es un hombre de negocios simplón que logró amasar una pequeña fortuna vendiendo piezas de aviones a la Fuerza Aérea. En su pequeño barrio de pequeño pueblo es el hombre que logró torcerle la mano al destino y eso sus vecinos lo saben bien y lo reconocen. Su hijo menor, Chris (Jorge Arecheta), regresó de la guerra con el alma atormentada y la madre (Coca Guazzini) insiste que su hijo mayor, Larry, quien desapareció hace tres años mientras volaba un avión de guerra, no ha muerto y está vivo en algún lugar.
Luego de un bello y expresionista comienzo, asistimos a este fin de semana cualquiera con vecinos que irrumpen en el patio de los Keller con esa inocencia de pueblo que el cine hollywoodense de posguerra se encargó de vendernos como ideal del sueño americano: personas comunes y corrientes, cierta honestidad vinculado al trabajo honrado y la camaradería y amistad de un grupo social pequeño. El gatillador de la acción es la llegada de Ann Deever (Antonia Santa María), la antigua novia de Larry y quien viene a casarse con Chris.
Viguera respeta casi en su totalidad el texto de Miller, el que va construyendo pulso a pulso su sentido dramático, a través de una minuciosa descripción de personajes y situaciones cotidianas registradas según la lógica de esta sociedad de roles tan definidos. El punto de tensión lo aporta la madre con una insistencia a veces patética por tratar a Larry como si estuviera vivo, incluso mandando a hacer para él un horóscopo. Para Joe, parte de sus afanes son el ofrecer tranquilidad a su mujer y preparar la entrega de su negocio a Chris, preservando ese statu quo que tanto le ha costado lograr.
La figura ambigua de Ann nos revela que su padre fue socio de Joe en este negocio y que ahora está en la cárcel por ser responsable de la venta de piezas defectuosas a la Fuerza Aérea que provocó la muerte de 21 pilotos. Joe se libró de la cárcel culpando a su socio con un subterfugio barato y se dedicó a hacer crecer su negocio olvidando la traición. De forma inteligente, el texto nos hace normalizar el hecho que Ann llega para casarse con Chris en una dinámica acomodaticia en que la propia joven lo deja claro: “Porque tienes derecho a todo lo que posees. A todo, Chris, ¿me comprendes? A mí también…”.

¿Pueden hasta las mentiras más profundas ser justificadas si con eso se mantiene la familia? ¿Todo comportamiento ético debe estar por sobre los contextos en que toca vivir? ¿Existe verdaderamente un bien común adscrito a todos los habitantes de una sociedad? Son preguntas que Miller formuló con agudeza cuando el triunfalismo estadounidense de posguerra generó un resurgimiento de valores conservadores y que resuenan en nuestro contexto propio, ese que habla de desmemoria, de antiguos simpatizantes de la dictadura hoy convertidos en ministros, en empresarios corruptos que vuelven al ruedo político y a los directorios. Y peor aún, en cada familia común en que el ascenso social se persigue sin importar cómo.
Sin estridencias ni golpes al espectador, Viguera se nutre de una puesta en escena sobria, una iluminación funcional y uso de silencios, para dejar la fuerza dramática en un elenco de sólidos secundarios (muy bien Elisa Zulueta como la esposa inquisidora del personaje de Cristián Carvajal, también muy ajustado en su resignación). Jorge Arecheta resulta creíble en un rol difícil, especialmente al final, y Antonia Santa María compone un personaje que desde la imagen estereotipada va entregando nuevas capas de sentido. Pero sin duda, tanto Cristián Campos como Coca Guazzini están descollantes entregando el tono exacto en una pareja en la cual las ambiciones y las omisiones están establecidas desde la normalización de la dinámica familiar, estableciendo sus vínculos morales entre ellos y con el resto por la dimensión económica.
El poderoso influjo moral del texto de Miller resuena fuerte no solo por su dimensión discursiva, sino porque apostar hoy por obras adscritas al realismo sicológico es un esfuerzo minoritario. Salvo Viguera, que se mueve cómodo en el género, los teatristas jóvenes eluden la narración aristotélica por exploraciones dramatúrgicas y de puesta en escena de corte experimental para ilustrar vaivenes político-sociales de nuestra historia, llegando pocas veces a buen puerto. Si nombres como el de Egon Wolff a nivel local son raramente versionados (una celebrada excepción vendría a ser “Tres noches de un sábado”, de Ictus y dirigido por Rodrigo Pérez), y menos aún a autores canónicos del realismo americano (descontando la inminente “¿Quién le teme a Virginia Wolf?”, de próximo estreno), la presencia de “Todos eran mis hijos” es como la aparición de un ovni de grandes dimensiones, insoslayable de eludir, pero que justamente revela en su sobriedad y densidad sicológica la potencia de un texto que interpela sin necesidad de artilugios y vueltas de carnero formales, tan presentes en la producción reciente. Lamentablemente, nos hemos acostumbrado a presenciar en contadas ocasiones la virtud de un texto que desde la emoción y la empatía nos habla de dimensiones morales tan cercanas como atemporales.
“Todos era mis hijos”
Dirección: Alvaro Viguera
Dramaturgia: Arthur Miller
Elenco: Cristián Campos, Coca Guazzini, Antonia Santa María, Jorge Arecheta, Cristián Carvajal, Elisa Zulueta, Benjamín Westfall, Sol de Caso, Luis Cerda.
Producción General: Antonia Santa María
Diseño de Escenografía: Daniela Vargas
Diseño de Iluminación: Andrés Poirot
Diseño de Vestuario: Andrea Carolina Contreras
Composición Musical: Camilo Salinas