
EN SANTIAGO A MIL
Por Jorge Letelier
En tiempos de afirmaciones estridentes, militancias integristas y dogmas escritos en hierro, es difícil (por no decir imposible) encontrar ejemplos de teatro político que reivindique la duda o la falta de certezas de lo que busca poner en escena. Dicho de otro modo, un discurso en que más que la denuncia en sí, se permita un espacio de reflexión sobre las limitaciones de nuestros propios actos frente a los hechos expuestos.
Ese aspecto sobrevuela insistentemente en torno a “While I was waiting”, la aplaudida obra siria que se presentó estos días en Matucana 100 dentro de la programación internacional de Santiago a Mil. Dirigida por Omar Abusaada y escrita por Mohammad Al Attar, desde el primer minuto deja clara su posición en torno al conflicto bélico de su país y la oposición al presidente Bashar al-Assad. Toma además procedimientos propios del teatro documental (en ese sentido hay similitud con el trabajo de Lola Arias) como el uso de testimonios, videos y un cierto carácter confesional, que le confieren sin duda un aspecto de documento que no es menor.
Estructurada en un diseño de dos pisos con andamios y una escenografía tendiente a lo abstracto, la historia se organiza en torno a dos personajes, Taym y Omar. El primero organiza dramáticamente la acción ya que permanece postrado en un coma producto de una golpiza que recibió en una carretera por razones poco claras. Eso es argumentalmente, ya que al inicio él mismo cuenta lo ocurrido y luego deambula por el espacio reflexionando en torno al conflicto como si fuera una conciencia o una especie de fantasma. Son sus conocidos (familia, amigo, novia) quienes se organizan en torno a su lecho (vacío) para preguntarse qué ocurrió. Omar narra que estuvo confinado en una cárcel, fue torturado y no fue capaz de superarlo. Su actual condición, donde explica que se dedica a la música (es DJ) es asimismo ambigua y da la impresión que está muerto o bien es un fantasma como Taym.
Ambos son los personajes-conciencia del montaje. Reflexionan en torno al inicio del conflicto, a las razones de integrar la resistencia y van articulando el tono del relato sobre los ideales que no se lograron. Porque si hay un sentimiento que permanece durante todo el montaje es que la lucha pareció no ser suficiente y las cosas se mantienen. Esto es, la revolución de 2011 buscando mayor libertad dio paso a una cruenta guerra civil y a millones de muertos y exiliados pero que no significaron un cambio. Esa constatación del fracaso del movimiento sobrevuela además a la historia más “dramática”: la relación de la familia de Taym con él y entre ellos.
La madre se siente culpable de no saber exactamente qué hacía su hijo y por qué fue golpeado. Su hermana se ha ido a Beirut huyendo de la guerra y de su familia y regresa luego del incidente aunque el lazo con ellos se ha roto. La novia de Taym, Selma, pensaba terminar con él porque el amor había dado paso a la lástima, y su amigo Osama lo había empujado al consumo de hachís, el que quizás podría haber sido la causa del ataque.
Todos ellos guardan una relación de culpabilidad con Taym y son a su vez personajes que oscilan entre el egoísmo y la conformidad. Ese contrapunto con el contexto del conflicto lleva a la obra a un registro inusual, ya que estas escenas entre ellos son “convencionales” y giran en torno a sus propios conflictos cotidianos y se oponen a las intervenciones casi “documentales” de Taym y Omar. En ese punto de fuga hacia lo íntimo, a las relaciones de una familia quebrada por la violencia, es indefectiblemente la constatación de un fracaso, de una esperanza de cambio que con los años no se produjo. Taym graba secuencias de manifestaciones (reales) para una película que está rodando, las que podemos ver proyectadas aunque estas van progresivamente perdiendo el sentido en la medida que el propio Taym se va desencantando de la revolución que parece no poder evitar el conflicto armado. Omar llega a la conclusión de que observando los hechos no entiende su horror por lo que prefiere escucharlos para comprender la situación (de ahí su dedicación a la música).
No siempre el paso de lo supuestamente testimonial a las escenas de la familia de Taym es plenamente fluido. Hay momentos bellos en que ambos jóvenes desnudan su decepción ante el curso de los hechos con textos profundos y de gran potencia “documental”, aunque sean solo en su procedimiento. Pero las escenas de la familia no siempre tienen el ritmo y la intensidad requerida por lo que el dispositivo se hace pesado y poco ágil. Pero por sobre todo, hay una cierta incomprensión de lo que se ha convertido el conflicto sirio en que los propios personajes no son capaces de responder con certeza. Ante las dudas, la conformidad o la idea del autoexilio parece ser una salida, lo que de hecho es la realidad de parte importante del elenco y equipo y que los ha llevado con no pocas dificultades a mostrarlas en diversos países.
En el conversatorio posterior a la función, una espectadora les gritó a la salida que la realidad que muestran del país era mentira, que así no se ha desarrollado el conflicto. La mujer no quiso quedarse a debatir pero la interrogante fue recogida por el equipo: la situación de Siria es tan compleja y ambivalente que no hay una forma de describirlo. De ahí que la decisión de Omar de escuchar como forma de escape en vez de enfrentarse al horror de los hechos es una forma de asumir que la realidad supera cualquier aproximación que se pueda tener.Pese a los muchos hallazgos formales del montaje (y sus fallos, que los tiene), la confusión y falta de certezas le otorga un color especial que lo resitúa como un teatro político cuya mayor fuerza es, paradójicamente, no tener muy claro cómo entender aquello que se muestra.
“While I was waiting”, Siria
Dirección de Omar Abusaada
Dramaturgia de Mohammad Al Attar.