Por Fernando Garrido Riquelme
Este 2019, ha sido un año donde lo mejor que se ha visto en las tablas nacionales ha estado dado por reposiciones, retrospectivas o reestrenos (Chaira, La secreta obscenidad de cada día, el ciclo de La niña horrible, Demasiado corta las piernas, Xuárez, DIATRIBA el desaparecido). Salvo Plata quemada de Teatro Cinema, Mocha Dick y un par más que la traición de la memoria me hace olvidar, las novedades han transitado entre la irrelevancia y la decepción. En un septiembre siempre fracturado entre la conmemoración y la bacanal dieciochera, uno de los reestrenos más interesantes que están en cartelera es Yo maté a Pinochet (2013), de la compañía Los Barbudos (ex Teatro Errante); monólogo interpretado, escrito y co-dirigido por Cristián Flores, junto con Alfredo Basaure en la dirección.
Provisto sólo de un escenario en donde la presencia de Manolo (Flores), una radio, su mochila y bicicleta completan el total de la propuesta, nos invita a transitar por las remembranzas, lo que poco a poco se nos revela, de un combatiente del Lautaro, cuyos recuerdos oscilan entre la última parte de los 80’s y los primeros años de la transición. El detonador del flujo de memoria, es la procesión que acompaña a los restos de Pierre Dubois, emblemático sacerdote de la población La Victoria fallecido el 2012. Las calles del centro vueltas a ocupar por envejecidos vecinos, excompañeros, amigos, lo devuelve a los años de la lucha poblacional, el entusiasmo y los recuerdos de una época en donde la represión y la miseria, dibujaron en los sectores populares una identidad que el devenir del desarrollo ahogó con sus promesas, silencios cómplices y un holograma de normalidad, que para su generación y compañeros de militancia, les fue imposible de tragar.
La procesión lo empuja al encuentro de “los viejos sitios donde amo la vida” como dice Chavela Vargas: el bar, los recuerdos de la parroquia, el club de fútbol, la esquina, la población, la muerte, el sacrificio, la hermandad, “y entonces comprende como están de ausentes las cosas queridas”. El relato por el cual nos lleva Yo maté a Pinochet, va tejiendo una historia que aúna los recuerdos del encuentro con este mundo poblacional que se ha desdibujado junto con los de su vida, y el testimonio del ajusticiamiento por mano propia, de un Pinochet tan quimérico como necesario para soportar el presente, su presente, y lograr entenderlo.
Yo Maté A Pinochet es la puesta en escena de un gran texto, laboriosamente confeccionado, el cual sin dejar de ser apologético de su posición subversiva, no se queda suspendo en la mera cronología del dolor o la derrota, y la posiciona como un lugar más en una memoria transicional no resuelta, tanto personal como colectiva. Sabemos que eso no ocurrió, por tanto la operación dramatúrgica está dada en cómo construye ese recuerdo: para qué, frente a quién se justifica, qué explica. Un péndulo que oscila entre la nostálgica evocación y el neurótico ejercicio de construcción de memoria. El rescate de la memoria del MJL (Movimiento Joven Lautaro), las interacciones con otras facciones armadas de la época, entrega una interpretación generacional que mezcla la cobardía, la deuda y la decepción, como sinónimos del proceso de transicional.
Así mismo, esta construcción de memoria, en Yo maté a Pinochet adquiere una doble lectura. Una manifiesta que explora la posibilidad de construcción de relatos en los márgenes, que sometan a examen a las verdades de su tiempo. Pero también existe un nivel de reflexión latente en el excelente texto de Flores, en la que interpela al ánimo vital que Sartre definiera de manera brillante en “La república del silencio”: “Nunca fuimos más libres que durante la ocupación alemana”. Esa lectura latente que permite Yo maté a Pinochet interpela a la propia nostalgia de unos años que no existen en lo material, que han sido empujados por el tiempo, un tiempo que sólo puede ser encontrado en el anhelo. Y entonces la obra se transforma en una reflexión crítica del deseo de reencuentro de ese mundo. En el momento en que señala las ansias por los tiempos perdidos, los sueños rotos y los escenario que los contuvieron, vuelve sobre esos mismos recuerdos la pregunta lacerante de cuán enamorado se encuentra Manolo de esa quimera anhelada, cuan fetichizado se encuentra ese destino único alguna vez sentido, y si realmente existió.
Pero todo aquello, no tendría destino si no fuese conducida por una actuación brillante, como es la de Cristian Flores en este monólogo. Una actuación rica en matices y realismo, inyectada de una emotividad de gran plasticidad, la cual permite la reflexividad y la comunicación, la posibilidad de habitar junto a Manolo su ira y tristeza, y unos ojos que no temen encontrarse la mirada del espectador.
Yo maté a Pinochet es una propuesta atrevida y de acotados elementos, los que se presentan como necesarios y suficientes: es locuaz e íntima, panfletaria sin ser pedagógica, política sin ser maniquea, inundada tanto de convicción como de escepticismo, con un alto nivel de compromiso que no requiere de cegueras. En ella encuentran un texto sólido, de gran sensibilidad e investigación de las subjetividades insurreccionales que de cuando en vez reclaman su lugar en el presente, una actuación a la altura, dominadora de sus tiempos y del escenario, un cable directo a la conciencia del espectador, con el cual renueva el vínculo ficcional con que asumimos la realidad.
Ficha artística
Dirección: Cristian Flores Rebolledo y Alfredo Basaure Espinoza.
Dramaturgia: Cristian Flores Rebolledo.
Intérprete: Cristian Flores Rebolledo.
Diseño integral: Ricardo Romero Pérez.
Diseño sonoro: Juan Manuel Herrera.
Producción ejecutiva: José Luis Cifuentes Soto
Diseño gráfico: Alejandro Délano Águila.
Del 5 al 14 de septiembre de 2019.
Jueves a sábado 20:30 horas.
Teatro La Memoria (Bellavista 0503).
Valores de las entradas: $6.000 general y $3.000 estudiantes, tercera edad, Socios Sidarte y convenios.