Crítica Literaria “1000 años de alegrías y penas”: La arrogancia del mesías, su padre y su arte

Por Jaime Ahumada Ruiz

Ai Weiwei es probablemente uno de los artistas contemporáneos más conocidos de la actualidad. Su obra, caracterizada por un evidente activismo político, ha recorrido todo el mundo —parte de ella estuvo en Chile durante el 2018— es compartida y comentada constantemente en internet, así como también las declaraciones y actividades de Weiwei, férreo defensor de la libertad de expresión y enardecido crítico del gobierno Chino y del autoritarismo en términos generales. Es uno de los enfant terrible consentidos ya crecidos favoritos del campo artístico europeo y anglosajón.

En 1000 años de alegrías y penas Weiwei nos presenta una memoria extendida, un continuum de vivencias que se materializan en su padre, en él y en su hijo, como recipientes de una energía superior y trascendente, que sólo les pertenecería a ellos como linaje. Paralelamente, el relato también es un testimonio de la historia reciente de China desde la mirada de un opositor, que narra con detalle las injusticias y atrocidades cometidas antes y durante el gobierno del Partido Comunista Chino, que se extiende hasta hoy. Todo es aproximado con la inocencia de un niño ya adulto que se niega a dejar de entender el mundo en blanco y negro, que vive la vida con determinación, pero también con la ligereza propia de quien simula no tener opción frente a ella.

Ai Qing, padre de Weiwei, fue uno de los poetas chinos más importantes del siglo XX, así como también uno de los “derechistas” y disidentes políticos más destacados del mundo artístico chino durante la Revolución Cultural, pese a haber pertenecido al mismo Partido Comunista. Como un creyente cegado por la idolatría, Weiwei endiosa a su padre y justifica todos sus errores sin ningún problema, moldeando su identidad a partir de las vivencias de éste y de la imagen que se creó de él en base a su fama y la admiración de otros. Poco le importa que haya sido una pareja y un padre deficiente con todos quienes estuvieron antes que él, todos fueron medios justificados por un fin que sólo Weiwei, supuestamente, entendería a cabalidad: la libertad artística y de expresión. Incluso parte del valor que le otorga a su madre está dado porque esta fue quien, pese a todo, se quedó junto a su padre.

Con este tono, Ai Weiwei narra la vida de su padre por dos motivos, siendo el primero de estos que considera que es una vida digna de admiración y que vale la pena contar, y ciertamente no se equivoca. Sin embargo, el motivo principal es el segundo: la ve como una antesala a su propia vida, un prólogo para entender al verdadero protagonista de la historia. Y es que Weiwei se entiende a él y a su padre como avatares de un mismo proyecto, un fuego en la oscuridad con la misión de iluminar a todos aquellos, pobres diablos, que no tienen luz propia. Su padre es quién indicó y preparó el camino, él, como un mesías, es quien lo transita.

Escribir y publicar las propias memorias siempre es un acto que posee cierto egocentrismo, ya que requiere de que el autor se otorgue a sí mismo una determinada importancia, sea cual sea el motivo de esta. Sin embargo, esto puede ser manejado con gracia. El problema aquí es que Ai Weiwei carece por completo de esa gracia. Si bien, mientras narra la historia de su padre parece contenerse, ya que se centra en elevar la figura de este, cuando pasa a contar su propia historia se vuelve cada vez peor, haciendo gala de una arrogancia y egolatría tan grande que lo llevan a terminar comparándose, literalmente, con Dios. Se ve como el protagonista no sólo de su propia historia, sino también como el de una historia nacional y en ocasiones hasta global de la que sin dudas es parte, pero que viéndola desde el gran panorama, tal como le dijo un funcionario del gobierno chino: “no es más que un peón”.

Nada de esto quita, de forma alguna, que sus vivencias de niño como exiliado en “la pequeña Siberia”, un campo de trabajos forzados chino, o que su arresto y presidio ilegal en 2011, sean situaciones terribles que deben ser denunciadas y condenadas, así como tampoco quita que el trabajo de activismo y denuncia que ha realizado con sus instalaciones y documentales haya sido y siga siendo relevante. Tampoco quita que efectivamente nos presenta un testimonio del dolor que han sufrido millones de familias chinas. El problema está en que la perspectiva que adopta transforma toda esa injusticia y sufrimiento en un paisaje para su propia acción, para su crecimiento y desarrollo de su arte. Lo que podría haber sido un texto que representase las vivencias de quienes viven bajo un régimen autoritario, un llamado a la libertad o un manifiesto del poder social del arte, terminó siendo un gusto personal de autoindulgencia y elevación del yo.

Aunque el libro incluye sencillas pero bellas ilustraciones, el trabajo artístico de Weiwei es poco abordado, y cuando es presentado, es únicamente para mencionar las dificultades y costos políticos que este tuvo para él. Se presenta a sí mismo como un genio, prácticamente libre de cualquier proceso de trabajo artístico, ya que las grandes ideas simplemente llegan a él y el arte se le presentó como su camino natural; desarraigado de todo, como su padre, en el arte habría encontrado su hogar. Sin embargo, el cómo se estableció en dicho mundo tan competitivo queda como un misterio, ya que hace parecer que las personas simplemente sentían una admiración natural hacia él y su obra en cada lugar que estaba.

Finalmente, el estilo de Weiwei es claro y directo, con pequeñas licencias poéticas de cierto aroma a orientalismo que se inmiscuyen en su escritura sin problemas, fluyendo con el resto del texto. Sin embargo, su estilo es sumamente reiterativo. Van cambiando los años y ciertos nombres, pero no los sucesos; es un constante tira y afloja entre los rebeldes desafíos del artista y las respuestas represivas del gobierno chino. Este último, se mantiene siempre intransigente, conservador, y negándose a aprender. Weiwei, que se presenta como un personaje que prácticamente nació sabiendo todo, termina siendo tan estático como su antagonista. Es una reencarnación de Sísifo, subiendo una y otra vez la piedra por el monte. Sin embargo, a diferencia del Sísifo de Camus, este no sonríe, porque subir la piedra sea un testimonio de su existencia, sino que el Sísifo de Weiwei sonríe porque de esa forma tiene todos los ojos puestos en él.

FICHA TÉCNICA.

Título: 1000 años de alegrías y penas.

País: España.

Autor: Ai Weiwei

Género: Memorias.

Editorial: Penguin Random House.

Páginas: 423

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