Crítica literaria de “1984”: El erotismo es subversivo

Por Paulo Adriazola Brandt

Imaginemos un lugar siempre oscuro, o al menos en tinieblas. Entonces vayamos más allá y pensemos en una distopía (lugar no bueno) donde la vigilancia sea total y además eficiente, porque hay un Partido único, sin disidencia posible, y en la cima de esta pirámide está el Gran Hermano, un ser casi mítico, una deidad, “incluso en las monedas parecía que sus ojos te siguieran”, pero que nadie ha visto salvo en fotografías inmensas y también en cada habitación, por eso su poder es omnipresente, ilimitado en todo ámbito. “El poder no tiene por qué asumir la forma de una coerción. Cuanto más poderoso sea el poder, con más sigilo opera”, dice Byung-Chul Han en su ensayo Sobre el poder. Es una secuencia que le permite a cualquier funcionario del Partido ejercer el poder con total impunidad, en nombre del Gran Hermano. La existencia de ese lugar distópico es descrita de la siguiente manera: “La realidad eran ciudades sórdidas y en ruinas, en las que la gente mal alimentada iba de aquí para allá con los zapatos empapados y vivía en deterioradas casas decimonónicas que olían siempre a col y a váter atascado”.

La historia que nos cuenta la novela 1984, escrita por Eric Blair, cuyo seudónimo mundialmente famoso es George Orwell (1903-1950), consiste en algo más bien conocido: una nación cuyos habitantes son férreamente vigilados, concientizados y castigados con severidad en caso de vulnerar las estrictas normas de conducta. Pero ¿podrían llegar a intervenir en los pensamientos? No es tan sencillo, porque no basta con la existencia de una Policía del Pensamiento, o la amenaza de ser vaporizado (desaparecer a un individuo), sino que debe consumarse el rehacer a la persona mediante el cambio definitivo de la mas elemental lógica, de aquella que nos sirve para confiar, porque de allí obtenemos lo predecible. Que dos más dos es cinco se diga como si en realidad hubiera un cinco al final de la suma.

Pues bien, en esta sociedad ultra controlada y manipulada, donde el pasado se va borrando a voluntad, un Ministerio del Amor en cuyo sótano se ejecuta a los enemigos, y un Departamento de Ficción en el que se escriben las novelas, las personas son transformadas en entes que obedecen sin vacilar a causa de un temor radical. Pero hay una conducta humana realmente despreciada por su esencia subversiva: el sexo. “Su intención real y no confesada (del Partido), era eliminar cualquier placer del acto sexual. El enemigo no era tanto el amor, como el erotismo, dentro y fuera del matrimonio”. El sexo es subversivo porque provoca libertad, deseo de más, una actitud dispuesta a todo con tal de volver a experimentarlo, que sin querer puede transformarse en amor. El pensador francés Michel Foucault, en su libro Historia de la sexualidad, dijo: “Si el sexo es reprimido con tanto rigor, se debe a que es incompatible con una dedicación general e intensiva al trabajo”, que no es muy distinto lo que explica Winston, en cuanto a la castidad obligada impuesta por el Partido: “Quieren que estés repleto de energía a todas horas. Tanto desfile de aquí para allá, todos esos vítores y ondear de banderas no son más que sexo frustrado”. Y por ello el sexo solo debe residir en el matrimonio, por y para el Partido.

El protagonista, Winston Smith, es un hombre promedio, trabaja como todos, obedece como todos, resiste con entereza la melancolía de las pérdidas, y recuerda con cierto rencor su matrimonio que terminó porque no pudieron darle hijos al Partido. Pero este ser anodino y parecido a cualquiera, esconde un arma más subversiva y destructora que el erotismo: escribe un diario. Ahí plantea sus ideas, elucubra, ofende al Gran Hermano. Es decir, la escritura lo libera y le permite realizar lo único que puede desestabilizar a cualquier régimen totalitario: el pensamiento crítico, la duda, el desasosiego. Y también aparece una mujer de veintiséis años, quince años mayor que Winston, se llama Julia, y ha sido ella quien se ha acercado con especial cautela para que nadie vaya a sospechar un encuentro indebido. En el comedor finge un dolor en el brazo, él se acerca a ayudarla, siempre pendiente de las telepantallas, le ofrece su mano, el instante dura dos o tres segundos, y en ese lapso ella desliza algo en la mano de Winston. Es un mensaje que solo dice “Te quiero”.

Pero no olvidemos a los proles, una casta libre en su abandono, no hay reglas para ellos, salvo que entreguen hijos al sistema, pero en lo demás que hagan lo que quieran, incluso vivir si telepantallas. Y es en ese lugar, en una casa que utiliza el señor Charrington como almacén de objetos antiguos, en el segundo piso que está desocupado, Winston lo alquila para reunirse con Julia, exclusivamente para tener sexo, porque saben que es la manera de horadar al sistema, no hay otro acto político más eficiente. Y entonces él le pregunta si había hecho eso antes, le contesta que decenas de veces, y ante esa respuesta a Winston se le acelera el corazón, porque le hubiese gustado que fuesen cientos, miles de veces, e inmediatamente asegura que odia la pureza y la bondad y que desea fervientemente que todo el mundo esté corrupto. La concupiscencia, el deseo indiferenciado, la promiscuidad. Ahí está la salida.

Mientras tanto, el diario que escribe Winston, en un cuidadoso rincón de su habitación, en el ángulo donde la telepantalla no ve, sigue escondido debajo de una mesa como si fuera una bomba. Winston tiene en mente entregárselo a O`Brien, un funcionario siniestro, lacónico, pero que por alguna razón parece ser parte de la Hermandad, una especie de organización, tan revolucionaria como invisible que intenta destruir el sistema. Pero la necesidad de confiar se transformó en su gran error. O tal vez la sexualidad hizo su trabajo y los animó a actuar. O quizás la atracción se fue convirtiendo en amor. Como fuese, la pareja decide reunirse con O`Brien, confesar su postura y adherir a la Hermandad. “Somos criminales mentales. También somos adúlteros. Te lo digo porque queremos ponernos a tu merced”, le explica Winston cuando se encuentran en un lugar seguro para conversar. ¿Pero no sabe que un lugar seguro no existe en esa gran jaula humana?

Luego, la emboscada, el ardid para que todo parezca real, incluso medianamente honesto, y la presa que ya está acorralada, no lo sabe aún, sea absolutamente vulnerable y así podrá ser humillada sin misericordia. Quien tenga la idea de atentar contra el Partido, o peor aún, contra el Gran Hermano que permanece en todas las cosas, no debe ser juzgado porque ya está condenado. Un último encuentro en la habitación del placer, donde en alguna ocasión Julia llevó café y chocolates verdaderos, y en otra se maquilló porque sabía que la seducción era el preámbulo del sexo y quiso sentir esa otra satisfacción. Pero ahora serán descubiertos porque alguien instaló una telepantalla detrás de un cuadro. Llegan los guardias junto a O`Brien. Los enamorados no se oponen al arresto. El futuro lo saben: tortura y confesión. Pero la confesión no les interesa, sino rehacer a esos individuos a través de la eliminación de cualquier rasgo de racionalidad.

“¿Sabes qué me ocurrió a mí? ¡Mientras dormía! Empecé a hablar en sueño. Mi hija pequeña me espió por el ojo de la cerradura”. Eso lo dijo Parson, otro prisionero que espera ser interrogado, y Winston lo oye con una tímida esperanza, aún cree que bastará con confesar y arrepentirse. En una sala donde se encuentra O`Brien, que luego de un interrogatorio más bien insulso, le muestra unas ratas que subirán por su brazo. ¿Sabrá que Winston les tiene pánico? Julia sí lo sabía. “Del dolor solo puede desearse una cosa: que cese”.

Ya está en la habitación 101. Nadie quiere estar ahí. Todos los prisioneros ruegan para evitarla. “¡Hazme lo que quieras! Tengo una mujer y tres hijos. El mayor no ha cumplido los seis años. Cortadle el cuello ante mis ojos y no diré nada”, dijo alguien cuando escuchó la orden de llevarlo a esa habitación. Y qué ocurre ahí que sea más insoportable que las torturas que ya han recibido. “Te erradicamos tanto el pasado como el futuro”. Pero es más profundo aún. La desconfianza debe quedar bien ajustada en la mente, y para ello es necesario eliminar todo rastro de lógica, que el absurdo sea una constante, y en la seguridad de lo predecible, del patrón, jamás se volverá a concebir el deseo de cuestionar porque ha sido eliminada.

Tiempo después, en su habitación, sobre una mesa polvorienta, la telepantalla siempre hablando, Winston escribió con el dedo 2+2 = 5. Y no notó la diferencia.

Ficha técnica

Título: 1984

Autor: George Orwell

Novela

Editorial: Debolsillo

Año:2017                     

Páginas: 314

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