Por Paulo Adriazola Brandt
Si escucháramos que existe una pulga de acero tan diminuta que solamente se puede apreciar con un pequescopio, y que además existe una llavecita que la hará saltar y bailar, pensaríamos que se trata de un bonito cuento infantil o de una exageración imposible de asimilar. Luego de aquella incredulidad o desdén, pensaríamos, bueno, ¿y qué podemos obtener de esa anécdota espectacular?, porque resulta confuso entender que desde ese objeto minúsculo, un autor logre cimentar una historia penetrante. Aunque fue escrita en 1881, en realidad iba destinada a otra época, eso dijo Tolstoi, “Leskov es el escritor del futuro”, porque no se muestran amoríos fáciles, sino la obstinación como refugio para las convicciones, la profunda religiosidad del bajo pueblo ruso, sumiso y valeroso ante la adversidad. Y además, nuestro autor, Nikolái Leskov (1831 – 1895), que nació en la Rusia Central y llegó a la literatura impulsado por su excelente prosa epistolar, se otorga la libertad de crear palabras como pequescopio, o el Mar Braviterráneo, o burodocumentos.
Pues bien, la historia de este cuento titulado La pulga de acero es sencilla y a la vez extraordinaria. Sencillos son los personajes que no traen grandes preguntas ni cavilaciones; sencillos son los diálogos porque utilizan expresiones tan breves como un pensamiento. Pero es en lo extraordinario donde este gran narrador consigue llevarnos al límite, a esa zona que puede transformar una historia en algo tan inverosímil que podría tomarse como una burla, pero solo la rozamos, y así el lector queda con la satisfacción de haber experimentado una de las emociones que mejor recibimos de la ficción: la sorpresa, que nos conducirá a una alegría singular.
El cuento arranca con la visita a Inglaterra del emperador Alejandro I, donde los anfitriones lo llevan a un “gran edificio cuya entrada era indescriptible; los corredores interminables y las estancias infinitas” para enseñarle todos sus prodigiosos inventos, y dejan para el final un regalo sorprendente, el que demostrará la supremacía de su país: alguien sostiene una bandeja sobre la que hay una mota de algodón. Extrañado, el emperador pregunta qué significa ese regalo si solo hay un puntito blanco, y de inmediato le acercan un pequescopio para que admire la pulga de acero que está recostada. Sorprendido, pregunta si hace algo, y le indican que esa llavecita debe introducirla en el cuerpo del insecto, lo hace, y la ninfusoria mueve las antenas y se pone a saltar. El conde Platov, que lo acompaña como su más cercano consejero, irritado, le asegura que en la ciudad de Tula hay gente muy experta en asuntos de metalurgia, que podrían hacer algo mucho mejor que eso.
Al poco tiempo el emperador murió, la cajita con la pulga quedó en el olvido, hasta que su hermano Nicolás I, asumió el poder y se encontró con el maravilloso invento sin entender porqué lo había guardado, tendría alguna razón, y mandó a llamar a Platov que seguía “tumbado en su lecho del despecho fumando una pipa”, y apenas llegó le respondió con el mayor celo lo que quería saber, y de inmediato aseguró que los de Tula harían algo mucho mejor. Fueron tres armeros los escogidos que, honestamente, dijeron que no sabían qué hacer con la pulga de acero, pero que Dios los guiaría durante las dos semanas que tenían para concluir su trabajo: “así que, cuando vuelvas, tendrás algo digno que enseñar a Su Majestad, el Zar”.
Eran tres, como he dicho, y uno era zurdo y bizco, tan llamativo como la pulga de acero, hombre determinado y brioso, bebedor hasta lo insondable, perspicaz pero desconfiado, y en las sienes no tenía pelo de tanto que se lo habían tirado cuando era aprendiz. Este personaje podría representar a un hombre sublimado a los ojos de Leskov, que dijo: “Los tiempos más viles no pueden destruir la honestidad y la filantropía en las personas. No hemos perdido ni perderemos a los justos. Simplemente pasan desapercibidos, pero si se mira de cerca, existen”. Para encontrar a un hombre justo, de todas maneras requeriremos de un pequescopio.
Antes de empezar su tarea, los tres hombres se dirigieron a implorar iluminación al santo de Mira, que observa con su rostro sombrío y vestido de oro, y luego retornaron a la casa del zurdo donde “trancaron las puertas, cerraron los postigos de las ventanas, encendieron una vela ante una imagen de San Nicolás y se pusieron a trabajar”. No salieron jamás de la casa hasta encontrarse con el conde Platov, quien no podía esconder su furia porque nadie había llegado al lugar acordado, y esa misma tarde debía comparecer frente al emperador. Justo antes de dar la orden al cochero para que iniciara la marcha, aparecieron los tres armeros sudando por haber corrido muchas verstas, pero el conde Platov se sintió humillado porque veía la pulga sin ningún cambio, entonces tomó al zurdo de un brazo y se lo llevó con él, sin sus burodocumentos.
La trama desemboca en otro hecho extraordinario, de esos que deslindan con la broma, porque ante la duda del emperador, que no veía nada nuevo, aunque seguía confiando en su pueblo, el zurdo le solicitó que mirara con detención usando el mejor pequescopio que tuviera, y así lo hizo. Entonces se percató que los armeros le habían puesto herraduras a las patas de la pulga, diminutas y perfectas, como si las hubiesen sacado de un caballo, y preguntó cómo lo habían logrado, porque no habían usado más que sus ojos para fabricarlas, “somos gente pobre, pero tenemos una vista muy aguda”, y también consiguieron incluir los nombres de los dos armeros en las herraduras, pero no el del zurdo, “porque yo fui el que puse los clavos que sujetan la herradura, y para eso si que no hay vista que valga”.
Pero la pulga no salta ni baila, nadie se explica porqué. Decidido a comprenderlo, el emperador envía al zurdo a Inglaterra, “y viajaron a tal velocidad, que entre Petersburgo y Londres no pararon a descansar en ninguna parte”, y en esa ciudad al hombre le explican que las herraduras son muy pesadas para ese pequeño aparato, pero de todas maneras el viaje no será en vano porque intentarán convencerlo que se quede con ellos, le enseñarán aritmética y será un gran armero, pero el zurdo se niega una y otra vez, lo llevan a conocer sus mejores armas, las más eficientes y peligrosas, con las que triunfan, el zurdo de Tula pasa un dedo por un cañón y pregunta si los generales rusos las vieron, sí, seguro, “¿iban con guantes o sin ellos?”, venían de una fiesta de gala y los guantes jamás se los sacaron, entonces no tuvo la menor duda que debía regresar a su patria sin demora, viajó en un barco que atravesó una tempestad y jamás abandonó su asiento en la cubierta con la vista fija hacia Rusia, y un marino inglés, admirado con esa gallardía, le propuso beber al mismo tiempo hasta que uno cayera rendido, y el zurdo de Tula se mantuvo en pie hasta llegar a su país, enfermó por la cantidad de alcohol, pero decidido a comunicar al emperador lo que había descubierto. Agonizante, logró hablar con el médico que lo atendía y le dijo: “Los ingleses no limpian los cañones con ladrillos; asi que no lo hagan aquí tampoco. Dios nos libre de una guerra, porque no valen para disparar”.
Un hombre poseído por una convicción, sin tregua, sin distracciones menores que harían sucumbir la misión, todo el cuerpo preparado para resistir porque la fe es más grande. Ese es el protagonista de esta historia, y este el retrato que Nikolái Leskov hace de su padre: “Los fracasos quebraron a ese hombre duro, y aunque no hizo una sola concesión y no se quejó de nada con nadie, se deprimió y comenzó obviamente a debilitarse y decaer. Así era mi padre, Semyon Dmitrievich Leskov”. ¿O quizás deberíamos llamarlo el otro zurdo de Tula?
El gran ensayista Walter Benjamín, aseguró: “El arte de narrar se aproxima a su fin, porque el lado épico de la verdad, la sabiduría, se extingue”. Creo estar más o menos seguro que en tanto sigamos asombrándonos con esa delicada manera de enseñarnos la vida, como lo hace Leskov, esa gran sabiduría jamás se extinguirá.
Ficha técnica
Título: La pulga de acero
Autor: Nikolái Leskov
Novela
Editorial: Impedimenta
Año:2017
Páginas: 122