Crítica literaria «La Cita»: ¿Qué hacemos con esta mochila del pasado?

Por Juan José Jordán

La cita es el debut literario de Katherina Volckmer, escritora alemana residente en Inglaterra, con el que ha logrado gran difusión y favorable acogida, como lo demuestra el entusiasta comentario de Ian McEwan, prestigioso escritor británico. Es probable que el haberla publicado en inglés le haya entregado la distancia necesaria para llevar adelante una narración de este tipo.

La gente a veces necesita hablar, perderse en un discurso sin orden claro. Es lo que hace la narradora en la consulta del doctor Selligman, de quien nunca sabemos exactamente cual es su especialidad, pero algo se puede deducir por el hecho que le alcanza a ver solamente su cabeza desde donde está sentada.

No es de las pacientes que hable por hablar, comentando el tiempo o lo que vio en el matinal. Su motor es un desacomodo profundo con el mundo, de sentirse un “gato ladrador” como ella misma dice, condenada al desajuste por no pertenecer cabalmente a ningún equipo. Para ella esta sensación está relacionada con el concepto de género y desacomodo con el cuerpo.

Hace un tiempo la narradora está pasando por un período errático; la echaron de su trabajo por haber amenazado a un compañero con una grapadora y la condición para no demandarla es que vaya a un terapeuta pagado por la empresa. Curiosamente, el profesional se llama Jasón, tal como el esposo de Medea (Medea, Eurípides/ 431 a.C), Quien despertara la temible furia de su esposa, al dejarla por una mujer más joven. Decide hablarle de su fijación sexual con el Fhürer y como toda su rabia fue por no haber podido satisfacer sus deseos y fantasías. Como era de esperar, el doctor se desespera rápidamente y firma cualquier documento que asegure de la naturaleza tranquila de su paciente. Entonces será con el doctor Selligman con quien tendrá una especie de sesión, hablando hasta por los codos.

Hay una intención recurrente en su discurso que apunta al modo en que su país se ha relacionado con los traumas del pasado. Como cuando cuenta el modo que había encontrado para superar el Holocausto: Amar a un hombre judío, pero a uno con pinta de tal: “Uno como es debido, con tirabuzones y casquete”. Pero no pudo llevar su plan a cabo:

“(…)Y además en nuestro pueblo no había un solo judío, ni un recuerdo siquiera de que hubiesen vivido alguna vez allí; nada más que ese extraño silencio alemán que he llegado a temer por encima de ninguna otra cosa”

Poner el tema sobre la mesa. Pero no a la manera en que lo hiciera la novela El lector (Bernhard Schlink, 1995), en donde el narrador se da cuenta que conoce íntimamente a una persona acusada de un hecho muy grave que tuvo lugar en un momento de la guerra. No, se trata de la visión de alemanes que nacieron mucho después de contienda y que de a poco se han relacionado con el pasado en su real magnitud, que no tiene nada que ver con Hollywood y las incontables películas del tema. Hay una necesidad de hablar de eso que todo el mundo sabe pero que no se puede tocar por ser un tema difícil. Pero este silencio termina produciendo el efecto inverso: lo hace más presente, como los puestos vacíos en una mesa. Es decir, según la novela, se ha tratado el tema pero solo con un registro, como cuando dice: “En nuestra imaginación no hay taxistas de origen judío”. Se han cantado canciones en hebreo en los colegios, pero se los ha relegado a la categoría de seres mágicos, especiales, lejos de la cotidianidad. Ritos de forma para la juventud pero que no se condicen con un duelo profundo.

Hay un tono mordaz y un humor bravo, del que algo nos previene el comienzo: Cuenta que soñó que era el mismísimo Hitler dando un discurso a una legión de incondicionales, pero antes de que el lector diga, bueno, otra vez con lo mismo, rápidamente se encuentra con una mirada refrescante: “Nunca estuvo a nuestro alcance subyugar a un imperio durante un millar de años con nuestra deplorable gastronomía; tiene unos límites, lo que se le puede imponer a la gente, y en cuanto le sirvieran dos veces eso que llamamos comida, cualquiera se liberaría”

Un terreno complejo para hacer bromas, pero sale airosa del desafío. Además, a ratos el humor puede servir para acercase a esos temas que paralizan. Porque lo otro, “el silencio alemán” (que podría ser chileno, francés, ruso), es el peor enemigo para poder expresarse y acercarse a los temas intocables.

La cita no es realmente un libro sobre la segunda guerra. Son muchos los temas que se tocan en este monólogo rabioso, en el que hay espacio para referirse al cuerpo femenino, las expectativas frustradas de los padres, sexo casual, por ejemplo. Pero esta necesidad de remecer la hace incurrir en el mal del hijo adolescente que quiere causar polémica a como de lugar, como cuando crítica duramente el monumento a las víctimas del Holocausto de Berlín. Es dudoso que el objetivo era hacer que los judíos pasaran a la historia como el blanco de la violencia, pero de algún modo es una crítica que ya estaba en el ambiente, como señaló Paul Spiegel en el momento de su inauguración en 2005, presidente de la comunidad judía alemana, para quien el monumento habla de las víctimas, pero ni una palabra sobre los culpables. Sin embargo, son espacios e instancias diferentes y la crítica de la narradora parece algo gratuita.

De cualquier modo, hay momentos memorables y una gran facilidad para alternar entre el horror y una mirada desencantada que utiliza frecuentemente el humor. Esto no excluye una preocupación estética a ratos sobrecogedora, como el leitmotiv que se establece con la nieve cayendo afuera de la consulta del doctor y como más adelante se relacionará con una imagen poderosa, triste. Detener la mirada en los pasajeros del tren obliga a recordar que lo que uno no ha visto también ocurrió.

FICHA TÉCNICA

Título: La cita

País: Alemania

Autor: Katharina Volckmer 

Género: Novela

Editorial: Anagrama

Páginas: 144

 

 

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