Por Paulo Adriazola Brandt
Imaginemos un personaje que no cuenta con otra expectativa que cumplir correctamente en su trabajo de mecanógrafa, rutinario, sin elogios ni premios, si es que alguna vez se esforzó más de la cuenta, y para mayor desgracia, tiene un novio desajustado e impertinente, que al escuchar su nombre por primera vez, le responde que más bien se parece al nombre de una enfermedad, aunque él no lo hace mal, se llama Olímpico de Jesús. Es ella la heroína de la novela La hora de la estrella, publicada en 1977, poco antes de que su autora, Clarice Lispector, falleciera a causa de un cáncer. Sí, ella es la heroína de una historia absurda y tan cotidiana que se parece a cualquiera que hayamos oído a algún familiar, o a alguien que quiere matar el tiempo, porque no es distinta a un romance sin adjetivos, de una joven cualquiera y otro joven más cualquiera aún, pero que le provoca cierta ilusión porque es terco y agresivo, quizás lo más cercano a lo que ella puede confundir con una emoción.
La gran escritora brasileña Clarice Lispector, nació en un pequeño pueblo de Ucrania, en 1920, desde donde su familia tuvo que huir a causa de la violencia política, llegó de un año al nordeste de Brasil, ahí se educó y estudió, el portugués fue su lengua materna, no otro, aunque se la denostaba acusándola de que no era brasileña, y ella respondía que eso era una infamia.
En su última novela, La hora de la estrella, nos parece adivinarla en esa protagonista entrañable que es Macabea, porque también es nordestina, también frecuenta a una vidente, también se ve a si misma con una fealdad que no es otra cosa que el paso de los años. Pero la joven protagonista lleva un lastre y es su profunda ingenuidad, su mirada incolora, vacua, sobre lo que acontece y también acerca de ese novio pedante que no termina nunca de recordarle que es tonta, “escúchame: ¿estás haciéndote la idiota o lo eres de verdad?”, mejor es que se calle, o “vete al infierno”, ella no cree en la muerte, y comparte una habitación con cuatro compañeras.
Es una novela de inmejorable extensión, ágil, pero con una estructura narrativa distinta, como es usual en los textos de Lispector, por eso, entre otras cosas, su prestigio. Se trata de un personaje, un escritor, que nos muestra todas sus tribulaciones respecto de un relato que quiere escribir y luego que quiere terminar, no se contenta solo con una trama bien urdida, sino que necesita entender a Macabea, pensarla una y otra vez para crear el relato que necesita. De tal manera, nos encontramos frente a la modernidad literaria, es decir, la ficción dentro de la ficción, un personaje que crea a otro personaje. Ya se había hecho en Latinoamérica, el gran escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, en su novela La vida breve, a uno de los personajes, Juan María Brausen, le encomendaron hacer un guion cinematográfico e imagina una ciudad que llama Santa María, y luego huye a esa ciudad inventada con otro personaje, y se convierte en su fundador. También lo hizo el escritor italiano Luigi Pirandello, en Seis personajes en busca de un autor, en donde el teatro se mete en el teatro.
Pues bien, la artista es Macabea, y el relato que intenta crear ese narrador inseguro, dubitativo, “estoy absolutamente cansado de la literatura”, probablemente se origina en la necesidad de confeccionar cabalmente a su otro yo que se resistirá a los defectos e inseguridades de su creador. Por lo tanto, Macabea se convierte en un ser absolutamente desprovisto de originalidad, más común que cualquier ser que hayamos conocido, casi insufrible, repetitiva, “no tenía ángel de la guarda”, amante de una radio reloj que le entrega información que no entiende, pero que de todos modos aprecia, como en el momento que le pregunta a Olímpico Jesús qué significa “renta per cápita”, y él le contesta, “Ah, eso es fácil, es cosa de médicos”. Y por ello, por esa simpleza que la hace invisible, es un personaje maravilloso, tal vez porque es a quien compadeceríamos para estar tranquilos que no somos como ella, de ninguna manera, la respetamos, empatizamos, pero la vida nos libre de parecernos a esa joven para quien “pensar era tan difícil, que no sabía cómo se pensaba”.
El narrador se diluye, no importan mucho sus cuitas, sus ambigüedades son irrelevantes por que nacen desde la seguridad de un creador, desde el análisis pormenorizado de la realidad. Pero su criatura, Macabea, forma parte de la naturaleza porque sus actitudes no se diferencian a lo predecible que puede ser un día soleado, o el viento de la cordillera en verano. Sin embargo, la naturaleza de pronto cambia y también ella se encuentra con un sorpresivo decaimiento, visita a un médico que se sorprende por su delgadez y le pregunta si hace régimen para adelgazar, no supo que contestar, salvo que come perros calientes, solo eso, “¿usted a veces tiene crisis de vómitos?, Oh, nunca, no estaba tan loca como para desperdiciar la comida”. El diagnóstico: tuberculosis.
Sin embargo toda esa simpleza, la prolongación innecesaria de la ingenuidad, se había convertido en una puerta ancha por donde entraría la infamia, la traición que cualquier habría visto y detenido con orgullo, pero no Macabea: divisó de lejos a Olímpico Jesús que se despedía de su amiga Gloria, con un beso al aire que ella jamás hubiese pensado dar. “Olímpico es mío, pero seguro que tú encuentras a otro”, le dijo Gloria, con dulzura, y al mismo tiempo le propuso visitar a Madama Carlota, una médium que jamás se equivoca, “y le pides que te eche las cartas”, y a ver si encuentra otro pretendiente. Y obedeció. Pidió una hora con dinero prestado por Gloria.
En el departamento, en los bajos de un edificio, al final de un callejón, Macabea toleraba no sin esfuerzo la seguidilla de preguntas de la médium, seguramente para que estuviera confiada o se sintiera querida, pero sobre todo, satisfecha con su trabajo. Por eso, y por no tener la más mínima habilidad para contrarrestar a un ser tan superior que parecía crecer con cada palabra elocuente y cariñosa, conceptos elaborados sobre Dios, la fortaleza indudable de las palabras, las ventajas de amar a una mujer, su dentadura postiza, del olor a hombre, en fin, Macabea no podía procesar esa infinidad de temas, y contestaba con un sí, señora, o un no, señora, como noqueada, más abandonada y sola que nunca.
El diálogo que se desarrolla entre ambas es delirante, divertido, lleno de ingenio, que va construyendo a una nueva Macabea, tan apasionada por el hombre que Madama Carlota le asegura que conocerá, un tal Hans, extranjero, con mucho dinero, la amará sin condiciones, le regalará un abrigo de piel, y como nada sería igual desde ese momento, secuestrada por la ilusión, no pudo evitar preguntarle: “¿Qué puedo hacer para tener más cabello? Estás pidiendo demasiado, le contestó Madama Carlota”.
Al final, más confundida que feliz porque experimentaba un desasosiego desconocido, una disconformidad que la movía a un espacio que no entendía, entonces abrió la puerta del edificio de la consulta, y cuando iba a poner un pie en la calle, notó que nunca había tenido ánimos para albergar esperanzas. Silencio.
Ficha técnica
Título: La hora de la estrella
Autor: Clarice Lispector
Novela
Editorial: Siruela
Año:2022
Páginas: 96