Por Noelia Barrientos
Descubrí a la escritora argentina Leila Guerriero (Junín, 1967) en una charla que dio en el Festival Puerto de Ideas, Valparaíso (Chile), allá por 2014. Hace mucho ya de ese encuentro, pero recuerdo perfectamente su silueta dibujada sobre el escenario, coronada con esa melena rizosa. Recuerdo también que iba vestida con algo muy sencillo, un vaquero y una camiseta negra quizás, pero con algún collar o pendientes prominentes que completaban el conjunto. Mientras se sentía escrutada por el público, ella hablaba tranquila, sin pretender impresionar a nadie, de las rutinas de su oficio. Nos contaba relajada, sentada en esa silla incómoda de madera, con las piernas cruzadas, de cómo necesitaba aislarse cuando estaba sumida en el proceso creativo, en el “despacho del fondo” dijo, y no permitía que nadie entrara a molestarle. Ni su pareja, ni sus gatos, ni una llamada impertinente. La magia de las palabras parecía llegar del aislamiento absoluto con un halo casi sagrado, y yo, mientras, tomaba nota de todo. A ver si se me pegaba algo.
Recuerdo que fuimos a esa charla porque estaba dentro de la ruta diseñada por una de mis amigas, yo seguía y atendía sin rechistar, tratando de alimentar la mente y el cuerpo. Algunos de los encuentros previstos, que tuvieron lugar ininterrumpidamente durante ese fin de semana en varias localizaciones de esa ciudad mágica que mira al Océano Pacífico, a penas los recuerdo. Pero el que tuve con Leila, ese encuentro, me quedó grabado para siempre. Su templanza y la forma en la que era admirada por todos, incluso por el que la entrevistaba (Matías Rivas), me dejó impactada. No es un gran discurso existencial lo que sacas de una charla con Leila Guerriero, es el reencuentro íntimo con tu propio ser, a través de una recolección de momentos rescatados de la observación más fina e iracunda del agotador motor de la rutina. Gasolina para unos, la crónica de una muerte anunciada para todos los demás.
Poco tiempo después de nuestra primera cita en Valparaíso, ya de vuelta en Santiago de Chile, descubrí que Leila tenía una columna en El País que se publicaba semanalmente en la web. Sin que se convirtiera en rutina, mi encuentro con Leila acabó convirtiéndose en eso precisamente, en un encuentro íntimo de carácter semanal, imperdible, en el que iba rescatando pedazos de enseñanzas con los que aprendía a enfrentar la vida de una forma más poderosa. Uno de esos proverbios, que sólo ella puede lanzar al vacío con tanta firmeza, sin soberbia, lo convertí en mi eslogan de Twitter: “Esto es la aventura, a esto viniste: no tengas miedo”. Es algo muy parecido a lo que dijo en la película Martín Hache el personaje interpretado por Eusebio Poncela, Dante, a un jovencísimo Juan Diego Botto: “Hay que seguir siempre adelante, aunque sólo sea por curiosidad”.
Es ahí cuando me doy cuenta de que, con esos pequeños pedazos de realidad, la vida se convierte en nada más allá que un juego de malabares, con claros y oscuros, en un collage del todo irrisorio, en el que un día lo que parecía maravilloso se convierte en tu mayor pesadilla. Y al revés. La maldición que se convierte en tu aliada. Mientras, seguimos navegando en un océano de prejuicios que parecen ayudarnos a entender mejor el mundo, pero que no dejan de demostrarnos, una y otra vez, que estamos equivocados, que no sabemos nada. Según me atrevo a cumplir años y a alegrarme por cada nuevo triunfo, siempre pienso en Leila, incluso en Eusebio, y sé que debo abrazar todo lo que llegue y esté marcado en el camino, no hay que preocuparse, lo bueno tal cual viene se va, pero eso también sucede con lo malo. Hay que agarrar cada cachito de enseñanza que sólo se encuentra en las experiencias más negativas y, por supuesto, en esas columnas condensadas de Leila en El País.
Y, mientras luchaba con esa frustración de que la sección de opinión de El País se hubiera hecho de pago, me entero de que han sacado un libro de recopilación de algunas de las columnas de Leila en el periódico, agarrando un recorrido casi autobiográfico desde el 2014 hasta la actualidad. El libro se llama Teoría de la gravedad (Editorial Libros del Asteroide, 2019). Siempre me han parecido curiosos los trabajos literarios que se componen de esa amalgama de escritos sin sentido, sin trama ni final, sin saber si te están tratando de explicar algo o sólo te están ayudando a transitar por la vida. Me costó por eso enganchar con el libro de Leila, pero encontrando los espacios para irlo leyendo poco a poco, de repente ese primer encuentro íntimo en Valparaíso volvió a revivirse, al igual que esos años de transición en los que me ha ido acompañando con sus columnas, y en los que he vivido un traslado de continente o una firma hipotecaria. Y, al final del camino de baldosas amarillas, siempre aparecía Leila. Hoy en forma de libro.
Viviendo con los ojos abiertos el viaje por el nuevo libro de Leila, aparece ella en toda su esencia, columnas de eternas enumeraciones y finales secos de una frase compuesta por tres palabras. Su decidida misión de compartirnos los escritos entrecomillados que le han tocado el alma, y que suelen ser poesías, de algunos de sus autores predilectos: Clarice Lispector, Ricardo Piglia o Idea Vilariño. Su descripción pasmosa de la transformación de un día cualquiera en uno maravilloso compuesto por los pequeños detalles, que son los que importan, los que nos hacen felices, los que nos rescatan de las cosas que creemos importantes y nos devuelven a la esencia de la vida. Su determinante reencuentro con la infancia, desde la figura de una abuela que marcó su educación a enfrentar la pérdida y orfandad en la madurez. No hay humano que no vaya a vivir eso, no hay persona que no vaya a irse de aquí.
Y Leila sigue amasando el pan, como a ella tanto le gusta, regando sus plantas y observando cómo han crecido a cada regreso de un nuevo viaje, para entender esa felicidad forajida, concentrada en un instante penoso que se acaba escapando: “Y por un segundo, antes de entender que había sido feliz por error, sentí el tiroteo de la felicidad más plena”. Y sientes su dolor, porque también tú te has sentido así. De nuevo ese aliado que se ha vuelto tu mayor enemigo: “Después, como todo el mundo, sobrevivo”. Y me calmo, y entiendo, y todos los que leemos a Leila levantamos la cabeza y nos animamos a seguir caminando. No sé por qué, pero no hay ni un ápice de color en su escritura y, sin embargo, sus textos brillan.
“Dejar atrás es la forma de ganarlo todo. (Qué curiosidad)”.