Por Jorge Letelier
La destacada y prolífica dramaturga tiene dos nuevas obras en cartelera: “Yo también quiero ser un hombre blanco heterosexual” y la nueva entrega de su compañía La niña horrible, “El amarillo sol de tus cabellos largos”. Excusa perfecta para hablar de su personalísimo imaginario.
A lo largo de seis montajes, la pareja creativa que la dramaturga Carla Zúñiga ha establecido con el director Javier Casanga en la compañía La niña horrible ha tensionado políticamente las estructuras de poder que rigen la construcción social heterosexual de los géneros binarios (hombre y mujer biológicos), desde una representación escénica tendiente a la disolución de lo femenino. Desde allí sus actores travestidos en personajes “femeninos” han interrogado con vehemencia estas categorías y sus posibilidades de desmantelamiento usando la farsa y la comedia negra.
Ha sido, sin duda, un esfuerzo artístico de gran nivel y su depurada imaginería farsesca-camp es de lo más original y políticamente irreverente en este teatro local que dice hablar mucho de política pero que no son más que apropiaciones de temas de contingencia apenas reelaboradas en sus discursos. Si bien el trabajo de Casanga y Zúñiga ha sido incesante y prolífico desde el 2013 a la fecha, la dramaturga se ha dado el espacio para colaborar en otros proyectos como la aplaudida “Prefiero que me coman los perros”, dirigida el 2017 por Jesús Urqueta y que se repondrá nuevamente en Santiago a Mil 2019.
Otro de sus proyectos en solitario se está presentando en Matucana 100, una pieza cuyo título solo podría ser suyo: “Yo también quiero ser un hombre blanco heterosexual”. A diferencia de sus exploraciones previas con la problemática de género, aquí Zúñiga deja en planos iguales la condición sexual, social y racial. Su centro es una joven haitiana pobre, negra y lesbiana, que sueña con cambiar de vida, esto es, dejar de ser pobre, negra y quizás, lesbiana.
Dirigida por Manuel Morgado para la compañía Teatro del Antagonista, la historia se articula en varios niveles que funcionan paralelamente: como prólogo esta la joven haitiana cuyo monólogo inicial da cuenta sin dobleces de su deseo de dejar atrás la discriminación: ha sido violada, sufrió un intento de asesinato y quiere cambiar de sexo y vivir su vida en la libertad que supone ser hombre, blanco y heterosexual. Luego vemos distintos relatos aparentemente sin conexión entre sí: una familia de clase alta con un hijo gay que comienza a ser sensible a las inequidades del mundo y a conocer la pobreza extra muros. Está un matrimonio de clase media cuya hija ha desaparecido y donde esta joven haitiana ha tomado su lugar como si se tratara de una lynchiana broma macabra. Hay un tercer relato, el de una mujer joven embarazada que abandona a su pareja.
Las transiciones entre estos niveles narrativos están organizados por un gran dispositivo mecánico que gira verticalmente y presenta los distintos ambientes. Es un artilugio imponente sostenido por cadenas y poleas dentro del cual los actores participan en sus diferentes cuadros.
De forma más extrema que en su trabajo con Javier Casanga, el texto de Carla Zúñiga se hunde en el patetismo de situaciones presentadas no desde la farsa pop y kitsch sino que desde una zona de tragicomedia negra en que las frases y diálogos rebosan crueldad, absurdo y violencia. Este personaje bisagra que es la joven haitiana se trasmuta en distintas realidades: suplanta a su compañera de trabajo desaparecida (que es blanca) frente a su familia, o está en el origen de la crisis del padre de clase alta quien ha visto un suicidio y eso desencadena su propio derrumbe de apariencias. En este mundo desbocado y fantasioso creado por Zúñiga el intento por dejar de ser quien es –ya sea por la violencia de una tradición machista, por la pobreza o la libertad que se anhela por una sexualidad plena- adquiere un contorno desesperado hasta lo telúrico, grotesco e inmisericorde.
El innegable talento de la pluma de la dramaturga se aleja en parte de su trabajo anteriormente conocido al indagar en un territorio menos simbólico y menos articulado políticamente y más visceral y anárquico, en el estilo de las películas de John Waters. Si las obras de La niña horrible sirven para repensar las estructuras patriarcales de dominación desde el artificio para generar un efecto de identidad de género, en este trabajo las intenciones van desde lo social y la denuncia usando el melodrama y su vertiente folletinesca (el favorito de Zúñiga/Casanga) para generar un shock que es más argumental que estético, dejando de lado esa conocida estrategia escénica de apropiación.
Si bien la crítica a la discriminación y las convenciones sociales impuestas se mantienen, el resultado es disparejo porque los esfuerzos del director Morgado no parecen estar a la altura del texto y apenas dibuja personajes estrambóticos que a falta de mayor densidad circulan en una desesperación permanente, apelando a lo estrambótico de las situaciones y el humor que se desprende de ellas, pero reduciendo así las potencialidades de la dramaturgia a una especie de freak show de alto impacto. Asimismo, la escenografía luce pobre y con falta de recursos para reforzar este sentido cáustico. En este caso, el enorme dispositivo funciona en forma ambivalente ya que impresiona por sus dimensiones pero su movimiento se ve muy farragoso y poco fluido.
“El amarillo sol de tus cabellos largos”
Casi paralelamente a “Yo quiero ser un hombre blanco heterosexual”, Carla Zúñiga estrenó en el Teatro Camilo Henríquez el nuevo montaje dirigido por Javier Casanga para La niña horrible, “El amarillo sol de tus cabellos largos”. Como dijimos, es la sexta obra del colectivo y es interesante de entrada porque hay una variación del recurso escénico trabajado con anterioridad, la utilización de actores para personificar roles femeninos que desde el artificio busca provocar la reflexión en torno a los roles de género y sus estrategias de poder.
En este caso, el travestismo escénico se convierte en personajes travestis, lo que desplaza el foco hacia lo argumental y desde allí genera una distinta lectura política puesto que el travesti es un cuerpo con historia social y política, vinculada a contextos determinados. No es por tanto, una construcción simbólica de lo “femenino” para justamente tensionar su legitimidad desde la heterosexualidad, sino que al ser personajes travestis se examina desde un enfoque más “realista” las convenciones impuestas en cuanto género y familia.
Alma es un travesti al que su familia biológica le ha quitado su pequeño hijo. Ella lo estaba criando en la lógica de su orientación sexual, algo que no es aceptado por sus padres. Para enrostrarles su identidad, arrienda el departamento inmediatamente arriba de ellos y así por los ductos de ventilación escucha su llanto. Por la disputa de la tuición, Alma es buscada por una carabinera torpe e ingenua que busca demostrar que ella no está capacitada para criar a su hijo, mientras que su verdadera familia, las amigas y su pareja travesti la protegen y ayudan en su lucha para recuperar a su hijo.
El paso de repensar las fronteras de los géneros no heterosexuales a una dimensión social en que una minoría disidente busca obtener los derechos para criar, hacer familia y ser aceptados en la sociedad, es expuesto por la dupla Zúñiga/Casanga desde una reflexión que involucra fuertemente tópicos como la marginalidad y la pobreza, los que estaban secundarios en su anterior trabajo. Acaso de forma sutil hay un desplazamiento enfocado en alejarse de la farsa kitsch y el pastiche posmoderno a una idea general más acotada y “existencialista”, como lo ha descrito la dramaturga.
En esta variación de tono, que también se produce en la puesta en escena, la presencia de las instituciones externas juega un rol fundamental en lo simbólico: desde la familia de Alma (no presente) cuya relación temprana se habla de violencia y sometimiento, a la represión de la policía buscando pruebas para comprobar que ella es un “él” no apto para ser madre (y por ello debe mostrar que no tiene vagina), a la ambivalente figura de la justicia encarnada en una abogada de origen humilde que refleja por sí misma la discriminación por falta de educación.
Frente a este paisaje social ominoso, los travestis de la obra oscilan entre el gesto desesperado y la conciencia de que unidas pueden resistir a la incomprensión y la homofobia. Acentuando el trazo melodramático y la estructura de folletín, la dupla compone unos secundarios notables que refuerzan con un humor cargado al grotesco esta idea de marginalidad e incomprensión. Son especialmente destacables la pareja amiga cuya relación es tan violenta como discriminatoria entre ellas y graciosamente patético su deseo de pertenecer a un colegio de monjas para hacer clases.
A este ensamble esperpéntico y como ya es habitual, Zúñiga y Casanga anteponen una protagonista marcada por la fatalidad, receptora de todos los males y violencias del mundo, en un ejercicio de contraste propio del melodrama que la dupla maneja con notable manejo del ritmo.
Este reacomodo hacia un territorio distinto en lo político tiene por su parte una reiteración en el objetivo impuesto por la compañía por establecer reflexiones en torno a la disolución de lo femenino heteronormado. Si en “La trágica agonía de un pájaro azul” es el fracaso de la dimensión femenina como figura simbólica (madre, esposa), en “Los tristísimo veranos de la princesa Diana” es la fantasía del concepto construido por los medios y el espectáculo. Y en “El amarillo sol de tus cabellos largos” es la necesidad de replantear la maternidad desde un espacio no institucionalizado.
La puesta en escena también presenta variaciones, como el uso de un color uniforme y opaco en oposición al neobarroco y pop habitual. El gesto parece estar puesto en el vestuario que reimagina la estética queer y en la música de efecto camp cargada de cursilería cebolla.
Los rasgos que pueden advertirse en la obra permiten apreciar la continuidad y la búsqueda tanto política como formal de una compañía en permanente desarrollo. En este punto es importante resaltar que la reflexión política en torno a roles invisibilizados por el establishment –siempre compleja y atenta a distintos niveles- funciona en un esquema formal que no rehúye los géneros clásicos ni las convención del teatro de texto.