Por Isidora Ortúzar
Ambientada en el pueblo ficticio de La Lágrima, la cinta narra la historia de dos hermanas que enfrentan realidades extremas: Dina (16 años), embarazada sin querer y deseosa de huir, y Sariri (11 años), que atraviesa su primera menstruación lo que la obliga a viajar sola por el desierto como manda en la tradición, en un entorno regido por normas patriarcales.
Con sensibilidad y crudeza, la directora convierte lo íntimo en universal: microviolencias que resuenan en toda mujer y que buscan ser visibilizadas en la gran pantalla.
¿De dónde nació la idea de Sariri?
Sariri nace como un proyecto universitario, nuestro proyecto de título, y surge a partir de un libro que yo estaba leyendo con mi hermana sobre un ilustrador español. En él se hablaba de un grupo de mujeres en la India, de una de las castas más bajas: las mujeres kadugolla. Hasta el día de hoy, cuando ellas están con la menstruación o acaban de parir, deben abandonar sus casas porque se considera que la sangre es tóxica y nociva para los hombres. Mientras leíamos y comentábamos, surgió la hipótesis: “¿Qué pasaría si esto ocurriera en Chile? ¿Y si pasara en el desierto, donde no hay dónde ir ni dónde esconderse?”. Así nació la idea madre de Sariri: una niña que vive en un pueblo con muchas tradiciones machistas y supersticiosas. A esa idea se fueron sumando imaginarios locales, como la creencia, presente en muchos lugares, de que las mujeres no pueden entrar a las minas porque traen accidentes o son de mal augurio. Así fuimos uniendo mitos y relatos transmitidos en distintas partes de Chile y de América Latina con esta premisa: una niña a la que le llega la menstruación y debe abandonar su casa porque, según la tradición, esto puede traer mala suerte.
¿Por qué decidieron llevar esta historia al norte?
Cuando partimos escribiendo esta historia junto al equipo de guion estábamos en plena pandemia. Todos desde nuestras casas en Santiago, conectados por Zoom, usando únicamente la imaginación, la creatividad y las ideas que venían un poco de cuentos o relatos que nos habían contado. Pero en un momento llegamos a un punto crítico: ya necesitábamos salir, ir a los lugares, y todavía no se podía. Entonces decidí usar la única herramienta que tenía para viajar por Chile: Google Maps. Pensé: “Por lo menos voy a mirar pueblos, espacios, diferentes lugares del norte de Chile, a ver si me sirve un poco como inspiración, sobre todo visual”. Y como al tercer día de viajar por Google encontré el pueblo de Condoriaco. Seguí investigando y descubrí que tenía una gran historia. En ese momento dije: “En cuanto la pandemia lo permita y podamos viajar entre regiones, voy a ir a verlo”. No con mucha esperanza de que fuera el lugar donde íbamos a grabar, sino más bien como un punto de referencia que nos sirviera para seguir creando la historia. Cuando llegamos con parte del equipo fue impresionante: era tal cual lo que teníamos en la cabeza. Los espacios, los paisajes, la gente que nos recibió con los brazos abiertos. Y ahí dijimos: “Este es el lugar. De aquí nos tenemos que agarrar para escribir el resto del guion con las locaciones reales”. Algo que no siempre se puede hacer; normalmente es al revés, primero está el guion y después se buscan las locaciones. En nuestro caso fue una gran herramienta y un gran hallazgo.
¿Cómo fue el proceso de casting?
Catalina Ríos, que interpreta a Dina, fue la primera en unirse al equipo. Nosotros no teníamos nada, ni siquiera el tratamiento narrativo; de hecho, la historia era súper distinta. Pero yo la había visto en un cortometraje y me había encantado. Cuando la vi dije: “Ella tiene que ser la hermana de Sariri”. En ese momento, el personaje de Dina (Catalina Ríos) era muy secundario, casi sin importancia. Sin embargo, a medida que la fui conociendo, que fuimos conversando del proyecto, su personaje fue tomando mucha forma y mucho vuelo. Fue muy bacán, porque para la historia funcionaba increíblemente bien, pero también, por un tema de producción, nos ayudaba mucho. Como era un rodaje universitario, teníamos máximo un mes para grabar. Y los niños menores de edad solo pueden grabar, creo, hasta seis horas diarias. Entonces, teniendo a una protagonista menor de edad en un rodaje de 30 días, los números no daban. Desde producción dijeron: “Necesitamos potenciar otro personaje”. Al mismo tiempo, ya estábamos trabajando con la Catalina Ríos, así que le propusimos: “¿Te parece que tu personaje tenga más fuerza y podamos contar otra versión, otra arista de la historia?”. Y ella respondió: “Feliz, por favor, démosle”. Así fuimos armando el personaje junto a ella, y fue creciendo con nosotros y con el guion. Cuando llegó el momento de encontrar a Sariri, ya habíamos decidido grabar en Condoriaco, así que hicimos un casting en el pueblo. El problema fue que allí no vivían niños; es muy pequeño. Entonces, con ayuda de los vecinos, hicimos un llamado a familiares de La Serena y del Valle del Elqui que pudieran estar interesados. Ese fin de semana llegaron muchas niñas con muchas ganas de participar, lo cual nos sorprendió porque pensábamos que no iba a llegar nadie.
En medio de eso conocimos a Martina González, que estaba con su familia terminando de construir la casa de su abuelo en el pueblo. Yo la veía acarreando bolsas, sacos, tierra, madera… y pensé: “Ella es, ella es Sariri al 100%”. Necesitábamos una niña que no necesariamente hubiera actuado antes, pero que conociera el desierto, que conociera el pueblo, y ella se movía de manera demasiado orgánica. Me acerqué, me presenté y le pregunté si quería ser parte del casting. Me dijo que no, que no le interesaba. Yo intenté convencerla con el típico “vas a ser famosa, vas a salir en el cine”, pero ella seguía firme: “No, no me interesa”. Yo quedé con el corazón roto. Seguimos haciendo castings en colegios de La Serena y de otros lados, pero yo no podía sacarme a Martina de la cabeza. Durante ese fin de semana fuimos creando lazos con su familia y con ella misma. El último día le volví a preguntar: “¿Estás segura de que no quieres participar?”. Y me respondió: “Bueno, ya, lo voy a hacer”. Grabó la primera escena planeada para el casting y salió increíble. Le pedí repetirla y me dijo: “No, me aburrí”, y se fue. Mostramos todo el casting en la universidad y los profesores dijeron: “Definitivamente es Martina. Pero piénsalo, Laura: es tu decisión. ¿Qué pasa si en el rodaje se aburre o no quiere seguir?”. Había otra niña muy comprometida, que me gustaba, pero no era la sensación que yo tenía con Martina. Finalmente hablé con su familia, les conté lo mucho que nos había gustado y les pregunté si querían sumarse al proyecto. Me dijeron que sí, que lo habían pasado bien, que se habían encariñado con el equipo. Ahí tomé la decisión: nos íbamos con Martina. Tenía el miedo de arrepentirme si después no quería seguir, pero ocurrió lo contrario: en el set fue la más profesional de todas. Era la primera en llegar, la última en irse, le fascinó el mundo del cine. Al final fue un trabajo increíble. Con el resto del elenco buscamos actores profesionales del norte de Chile, como Paola Lattus, y también actores de Santiago con quienes pudiéramos trabajar mientras escribíamos el guion acá. La gente del pueblo que aparece en la película es, efectivamente, la de Condoriaco. Así que terminamos con una mezcla: profesionales de Santiago, actores del norte, personas sin experiencia actoral, un poco de todo. Y funcionó muy bien.
¿Cómo fue el proceso de rodaje?
Fue un desafío muy grande y creo que, como grupo, nos permitió proyectarnos a hacer algo ambicioso. De hecho, en la universidad, el primer año de clases te ponen reglas y te dicen: “No grabar fuera de Santiago, no grabar con niños y no grabar con animales”. Nosotros presentamos un proyecto cuyo personaje protagonista era una niña, en el desierto, con animales. Grabamos en Condoriaco, un pueblo que pertenece a la municipalidad de La Serena. En el lugar no hay electricidad, ni acceso a agua ni a alimentos. Entonces, además de la producción de la película, el equipo de producción también tenía que gestionar todo lo relacionado con alojar a casi 30 personas en el pueblo —éramos más del doble de quienes viven allí—, llevar camiones con agua, conseguir generadores eléctricos y trasladar toda la comida desde La Serena cada semana. Fue una gestión y una logística enormes, que creo que no logramos dimensionar hasta que ya estábamos allá. Sí, fue bien rudo y bien difícil, pero también fue bacán, porque nos fue dando ciertas reglas a seguir que, estéticamente, iban a afectar la película para bien. Al final, esas pequeñas limitaciones que teníamos las fuimos usando a nuestro favor, y terminaron creando aspectos que le dieron una característica especial, un sello muy Sariri. El rodaje duró un mes, estuvimos un mes completo allá. Fue toda una experiencia que creo que nadie esperaba que fuera así. Pero con el apañe del equipo, del elenco y de los vecinos del pueblo, creo que estábamos todos en la misma sintonía: contar esta historia, sacarla adelante. Y lo logramos.
El machismo tiene un rol super importante a lo largo de esta película, ¿siempre tuviste en mente mostrar esta característica?
La verdad es que sí, pero también yo, desde el principio, quería poder mostrar estas cosas del patriarcado en general que me incomodan: el tabú en torno a la sexualidad de la mujer, la menstruación y lo que se espera de los roles de género, tanto para mujeres como para hombres. Creo que todo esto termina afectando a la sociedad por completo: el secretismo, el hecho de que todo tenga que ser tan tabú y tan solitario. Esos eran los motores de lo que yo quería contar. Desde el inicio lo conversamos con el equipo: tratemos de narrar esto, de denunciar estas instancias, pero sin que tenga que ser gráfica o físicamente violenta. Yo no creo que necesitemos la violencia física para denunciar el machismo que está presente en nuestra sociedad y en estas tradiciones. Era muy fácil, quizás, caer en el cliché de que el marido de Dina la golpeara, fuera mucho mayor o incluso más imponente físicamente, para generar miedo. Eso habría sido la salida obvia: “ah, por eso ella no quiere estar ahí”. Pero ¿qué pasa cuando su pareja, dentro de todo, la trata bien? Cuando es más joven, aparentemente atractivo, y encaja en esa dinámica social, pero aun así ella no quiere estar ahí. Para mí era importante plantear eso: no es necesario que te golpeen para no querer estar en un espacio. No te tienen que violentar físicamente para poder decir: “No quiero seguir haciendo esto, no quiero cumplir con estos roles”. Lo mismo ocurre con los hombres en el pueblo de La Lágrima, dentro de la película: ellos también están atrapados en roles de género que los obligan a ser los que trabajan, los que van a la mina, aunque sea peligroso. Al final del día tienen que llegar a la casa cargando con el peso económico de la familia. Entonces, dije: “Estas cosas están, estas cosas ocurren, pero no siempre se evidencian como violencia. Van por debajo, por la sombra”. Siento que son violencias que se esconden, igual que algunos de los personajes. Esa fue una decisión desde el principio: no tenía que ser brutal a nivel de imagen, sino a nivel de sensación en los personajes. Mostrar lo atrapados, lo solos y lo inmovilizados que se sienten. Por ejemplo, la madre de las niñas tiene mucho miedo, sabe que el sistema está mal, pero no sabe cómo romperlo. Solo acata las órdenes. Dice: “Está bien, tú te tienes que ir, sé que no quieres, pero hazlo, porque hay que cumplir; me da miedo, no quiero que nos pase nada”. Al final, era revelar la violencia que existe, aunque se esconda bajo lo aparentemente sutil.
¿Cuál dirías que es el mensaje de la película?
Por un lado, está la pérdida de la inocencia: la forma en que a la mujer se le obliga, por un proceso biológico, a transformarse de un día para otro de niña a mujer, y lo brutal que puede ser eso. Lo difícil que resulta que te arrebaten la infancia de un momento a otro. Y también, cuando no hay experiencia compartida, cuando no se puede hablar de lo que ocurre, se crea este sistema en el que cada una tiene que remar su propio bote, pelear su propia batalla, sin ayudar ni acompañarse con la de al lado. Entonces, creo que si bien Sariri al final pierde mucho en este viaje —pierde su inocencia, pierde a su hermana, pierde la confianza en muchas cosas—, también gana un poco: el entendimiento de que, al compartir con las demás mujeres, se descubren más opciones de vida. Por ejemplo, que si le cuentas a otra persona algo, esa persona ya te puede responder y ayudar. Mientras no podamos compartir nuestras experiencias y acompañarnos, cada vez nos vamos a sentir más solas y será más difícil avanzar en este camino que es la vida.
¿Cómo fue llegar a festivales internacionales?
Fue increíble. Cuando partimos este proyecto universitario también, como equipo, dijimos: “Hagamos una película y hagamos lo posible para que salga de la universidad. Lleguemos, aunque sea a uno, dos o tres festivales. Tratemos, con el presupuesto, la experiencia y todo lo que tenemos como universitarios, de hacerlo profesional, que no se note, que parezca que sí somos profesionales”. Creo que, al nosotros mismos querer creernos el cuento, después, cuando empezamos a competir en etapas de work in progress en festivales, y más tarde entrar a festivales y poder presentar y estrenar la película afuera, fue una gran sorpresa y, obviamente, un gran orgullo. Pero también fue como: “Para esto trabajamos, para esto hicimos todo el proyecto, porque nosotros queríamos que esta historia se pudiera ver en diferentes partes, que llegara a distintas pantallas”. Al final, los festivales sirven un poco para eso: para poder contar tu historia en diferentes lugares del mundo y recibir también el feedback de otras partes. Qué opina, por ejemplo, la gente europea de esta historia, qué opina el público norteamericano, el público latinoamericano… Todas esas opiniones y la experiencia que tenga el espectador van nutriendo la película. Entonces, estábamos muy felices y siempre muy agradecidos también con los festivales que nos acompañaron. Por ejemplo, Cine Latino en Francia, desde el día uno: la película estuvo cuatro veces, en cuatro ediciones distintas, porque siempre nos apoyaron. Para nosotros es un máximo orgullo. Poder decir: “Ya, para esto estamos llegando, este es un poco nuestro estándar”. Pero cuando nos dijeron además que habría estreno comercial, fue como: “Eso sí que no lo esperábamos”. Estamos demasiado felices. Se ve todo el esfuerzo de todo el equipo, se entiende lo que queríamos contar y se refleja muy bien el trabajo, el desafío que fue y la resiliencia que hubo detrás de todo: del equipo, del elenco y de la gente del pueblo, para poder llevar a cabo Sariri.
¿Podrías invitar a los eh lectores de Culturizate a que vean la película?
Los dejo a todos muy invitados a ver Sariri en salas de cine a partir del 9 de octubre. No estamos aquí para responder ni crear grandes preguntas, pero sí para abrir un espacio de reflexión y diálogo. Esperamos que puedan acompañar a Sariri en este viaje y que, si les gusta, la recomienden a sus amigos, familiares y compañeros, para así seguir discutiendo estas temáticas que creemos tan importantes.
Ficha técnica
Título: Sariri
Dirección: Laura Donoso
Año: 2024
Guion: Carolina Merino, Francisca Durán, Javier de Miguel, Laura Donoso, Sofía Pavesi
Elenco: Catalina Ríos, Martina González, Paola Lattus, Mauro Flores, Luis Jiménez, Claudio Navarro, Emilia Colivoro, Catalina Vásquez, Enzo Escobar, Belén Herrera Riquelme, Paula Dinamarca, Camila Vega, Muriel Piña, Rafael Cerda y Gabriel Torrejón.
Producción ejecutiva: Daniel Quintana
Producción general: Isidora Thiele
Asistente de dirección: Sebastián Valdebenito, Sofía Pavesi
Dirección de fotografía: Raimundo Naretto
Cámara: Sebastián Bahamondes
Montaje: Antonio Oyarzún
Dirección de arte: Vicente Romero
Sonido: Claudio Carrasco, Jorge Muñoz Pimentel
Música: Milton Núñez Mora, Rosario Correa
Duración: 87 minutos
Distribución: Storyboard Media