Por Catalina Ojeda
Yo, Manuel, es una obra de teatro que sumerge al público en el fascinante mundo de Manuel Rodríguez, el icónico revolucionario del proceso de independencia chileno. A través de un conmovedor monograma teatral, esta puesta en escena nos lleva a través de casi dos siglos de la vida de Rodríguez, quien ha regresado una y otra vez al momento de su muerte. En esta experiencia teatral, explora el espacio-tiempo en su máxima expresión, mientras el personaje cobra vida con la cautivadora actuación de Felipe Zambrano.
La trama de Yo, Manuel entrelaza de manera emotiva los conceptos de patria y paternidad, ofreciendo al público una interpretación impactante. La música y la iluminación desempeñan un papel fundamental, actuando como personajes adicionales que conectan emocionalmente al público con el escenario. Estos elementos añaden profundidad y emoción a la apasionante historia de Manuel Rodríguez.
Entrevistamos al director y dramaturgo de la obra, quien comparte los desafíos creativos y decisiones clave que dieron forma a esta fascinante representación de la vida y legado de Manuel Rodríguez.
¿Cuál fue la inspiración o el punto de partida para crear esta obra que explora la figura de Manuel Rodríguez de una manera tan única?
En 2006, o quizás en 2005, Juan Pablo Bono-core me contactó para proponerme un proyecto. Estaba recopilando material sobre las cartas de Manuel Rodríguez con la idea de producir una obra de teatro. Acepté, sumergiéndome en la lectura del material. Fue entonces cuando descubrí que Manuel Rodríguez había sido padre, un dato que desconocía. Para su época, se destacaba por su progresismo, a pesar de no pertenecer a la misma casta social que O’Higgins o los Carrera, quienes, curiosamente, compartieron colegio con él. Su carácter se forjó en lo revolucionario y en la idea del romanticismo político. Impresionado, me encontré con dos aspectos que desconocía por completo: su paternidad y la soledad que experimentó al ser abandonado por aquellos que lo rodeaban.
La gente parece pensar que ya se ha dicho todo sobre este personaje, pero yo creo que el público se limita a decir: “Ah, una obra sobre Manuel Rodríguez”, porque eso es lo que se resume en el argumento final. Aunque enviamos algo más elaborado, la prensa y el teatro lo simplifican por razones de espacio y captación de atención. Entiendo esta necesidad, pero quiero aclarar que no es simplemente una obra sobre Manuel Rodríguez, sino un diálogo entre él y un actor, quien se desdobla en diversos roles. Me cuestioné qué motivaría a Manuel Rodríguez a regresar hoy, y pensé que vendría a preguntar por su hijo. Lo interesante es que, teóricamente, podría haber estado presente en el nacimiento de su hijo en Colchagua, su tierra natal. Estas dos revelaciones me llevaron a reflexionar sobre cómo escenificar el lamento del público y dignificar su soledad. Fue así como surgió la idea del formato monograma, donde un actor o actriz interpreta a otra persona. Esta elección escénica me pareció la manera más concreta de expresar la soledad creciente de Manuel Rodríguez y su motivación para regresar en busca de su hijo. Estos fueron los cimientos sobre los cuales construí el argumento de la obra.
¿Cómo lograron que Felipe Zambrano interpretara a Manuel Rodríguez de manera conmovedora y novedosa para un público diverso, incluyendo niños y personas mayores?
Existe una dificultad al abordar una obra relacionada con un personaje “archiconocido”, entre comillas. Uno tiende a pensar en Manuel Rodríguez, el guerrillero que se disfrazaba. Personalmente, no sabía que tenía hijos, lo cual añade un matiz interesante. A veces creemos que conocemos la historia, pero, por otro lado, es intrigante tener ese bagaje cultural. En el inconsciente colectivo del chileno promedio, hay cierto conocimiento, incluso desde la enseñanza básica. Mi hijo pequeño cursa sexto básico y ya ha aprendido sobre el proceso de la independencia, por lo que tiene cierto nivel de conocimiento. Esto facilita el abordaje, pero al mismo tiempo plantea el desafío de qué contar o desde qué perspectiva abordar el tema. Ahí surge un elemento transversal en la obra: el vínculo entre padre e hijo, que va más allá de Rodríguez al afirmar “vengo preguntando por la suerte de mi hijo». En algún momento, también se invierte el papel y Rodríguez, al encarnar o ser encargado por el actor, pregunta: “¿Y tú… qué me puedes decir de tu hijo?”. Así, no es solo el lazo filial de Rodríguez, sino que también comienza a cuestionar al propio actor. Rodríguez, a su vez, constantemente evoca a su padre, haciendo que este lazo sea un tema muy presente a lo largo de la obra.
La obra fusiona elementos históricos con una narrativa más contemporánea. ¿Cómo equilibraron o cómo fueron jugando con la autenticidad histórica, con la relevancia para la audiencia moderna?
Al colocar al actor en el papel de un personaje capaz de entablar un diálogo con la figura que representa, se establece un código que abre una dimensión entre lo real y lo performático. Cuando menciono “performático”, me refiero a que nos encontramos en un teatro, con un músico que toca una guitarra que el personaje histórico nunca ha visto. De hecho, le pregunta: “Esa guitarra tan extraña y bonita parece una flecha”. Es evidente que Rodríguez nunca ha visto una guitarra eléctrica. Además, en algún momento dice: “Eso es la guinda de la torta”, y Manuel pregunta: “¿La guinda de qué?”. Claramente, este refrán nunca lo había escuchado. Aquí se presentan dos elementos: el actor introduce este código que permite hablar de lo que está sucediendo realmente en la sala, observando los focos. En algunos momentos, el teatro adquiere una mayor magnitud cuando Manuel Rodríguez está siendo interpelado por el actor, quien lo busca incluso detrás de las cortinas. Al hacerlo, se está comunicando al espectador que esto está ocurriendo aquí y ahora, en esta realidad. No es una cortina que pretende simular, ser una cortina; no, está sucediendo de verdad. Con esto, se abre un código que posibilita un diálogo entre el personaje histórico, inmerso en su propia realidad, obsesionado con la lucha contra O’Higgins y la búsqueda de su hijo, pero consciente de que está en un futuro para él.
La interacción entre Manuel Rodríguez y el actor que lo interpreta en el escenario es una dinámica intrigante. ¿Cómo trabajaron para equilibrar la realidad del personaje histórico con la interpretación teatral y la relación con el actor?
Recuerdo un instante durante nuestras primeras representaciones para colegios con la Universidad Católica en 2013, cuando a Daniel Galló le surgió un problema en la garganta y necesitó tomar agua. Dado que también tengo formación como actor, percibí que su cuerpo estaba emitiendo señales, así que le propuse a Daniel: «¿Qué te parece si dejamos este momento y lo ensayamos? Establezcamos un momento específico para que puedas tomar agua; el músico te la proporcionará, brindándonos al mismo tiempo la oportunidad de conectar con el presente». Es en este punto donde nos damos cuenta de que estos momentos son verdaderos tesoros, ya que se va gestando una complicidad con el público. Durante esas primeras funciones, estábamos descubriendo esa conexión, y a medida que avanzaban las representaciones, surgían otros momentos de interacción.
Por ejemplo, cuando Manuel Rodríguez está explicando: «Soy yo, así como era Manuel Rodríguez, un galán», encendemos las luces de la sala y coqueteamos con alguien de la audiencia. Esa interacción está marcada, pero nos dimos cuenta de que esos momentos son un esenciales porque se va creando una complicidad con el público. Descubrimos momentos en los que podemos conectar con la audiencia, especialmente cuando Manuel Rodríguez está sentado en el suelo en el primer cuarto de la obra y el actor le dice: «Bueno, sígame contando, cuando corría cañada arriba, cañada abajo, con los Carrera». Luego, el actor le señala que la cañada por la cual corría ahora se llama Avenida Libertador Bernardo O’Higgins. En ese momento, nos conectamos con el inconsciente del público, ya que todos sabemos que Manuel Rodríguez se debe haber enfrentado a O’Higgins, y luego, 200 años después, regresa a Santiago y se entera de que la cañada ahora lleva el nombre de Libertador Bernardo O’Higgins, la principal avenida. Este vínculo se refuerza después de la última escena o penúltima escena, en la pelea final con Rodríguez, cuando la mandan a prestar, y él menciona: «Le ponen sus nombres en la Alameda».
¿De qué manera la iluminación, identificada como un elemento esencial en la obra, aporta a la narrativa y fortalece la conexión con la audiencia?
Siempre hay una planta base que seguimos. Dijimos: «Tiene que haber un cambio de luz cuando está Manuel Rodríguez, donde lo llevan a caballo y lo hacen bajar del caballo para matarlo. Después, está él preguntándose en esta encrucijada entre la muerte y algo más. Deben cambiar la luz cuando habla con el actor. Estaba ahí hablando y luego se recuerda a sí mismo bailando solo con Francisca Paula. Debe haber códigos para que el público se enganche con la forma de contar la narración. Pero la realidad está presente, evidentemente. Los focos existen todo el tiempo, tanto para el actor como para Manuel Rodríguez. De hecho, hay un momento en el que él sale del escritorio por debajo, mira un foco y se acerca, porque Manuel Rodríguez tampoco podría haber conocido los focos. Entonces, esta presencia es innegable. Además, vamos descubriendo todas las posibilidades que ofrece, como las sombras y el ciclo, ya que vuelve tres veces al momento de su muerte y se coloca en contraluz. Entonces, la luz también es un código para el público.
¿Cómo fue la elección de esta música en particular, para que finalmente pudiera acompañar el desarrollo de la narrativa de la obra?
Hay dos elecciones que son importantes. Primero, desde el punto de vista del dramaturgo y director, decidí que lo colocaríamos solo, completamente solo, sin ninguna compañía, contrario a lo que era Manuel Rodríguez, un individuo sociable, amante de la fiesta y la diversión. Inicialmente, no se pensó que este músico tendría tanta conexión con él, pero eso fue surgiendo naturalmente. Algunas cosas tuve que recortar para no excedernos demasiado, ya que es fácil entusiasmarse y querer contar demasiadas historias. La idea es mantener una única obra en lugar de crear múltiples. Por otro lado, están las décimas que entregué a Alfredo Rossel, el músico que compuso el universo musical. También está lo que le pido a él durante la creación de la obra en los ensayos. Por ejemplo, hay ciertos elementos que son como seguir la línea de pensamiento, como en la penúltima escena, cuando Manuel Rodríguez se sube a la mesa, baja y discute con O’Higgins. En esa escena, se utiliza una guitarra fuerte, ya que cuando uno discute con alguien, no lo hace con violines; se discute con tambores y guitarras eléctricas. De esta manera, contribuye a la coherencia del pensamiento del personaje.
¿Cómo fue la colaboración entre los músicos, la producción, el actor, el dramaturgo/director, el diseñador integral y gráfico, y cómo gestionaron creativamente diversas perspectivas para lograr cohesión en la obra?
Con mucha disciplina. Al tratarse de un personaje tan conocido, parecía que pertenecía a todos nosotros. Decidí contar esta historia, lo que en un momento se volvió muy enriquecedor creativamente durante los ensayos, donde todos aportaban ideas. Sin embargo, tuve que empezar a ser selectivo y decir cosas como: “Muy buena tu idea, pero por ahora no, la dejaremos para más adelante” o “Está bien, pero menos”. Otra decisión que resultó beneficiosa fue optar por no solicitar ningún fondo y realizar la obra con el mínimo de recursos. Cuando se diseñó la primera propuesta, a cargo de Natalia Morales, la diseñadora, teníamos un escenario que parecía estar en las nubes y otras características adicionales detrás, como un escritorio. Al cotizar todo esto, decidí que no esperaría más fondos para llevar a cabo la obra. Habíamos postulado en varias ocasiones y llegamos al punto en que dijimos: “Hay que hacerlo en algún momento”. Si tuviéramos que tomar una decisión, yo elegiría el escritorio, ya que es el elemento fundamental. Creo que esa simplicidad y minimalismo contribuyen a la cohesión de toda la obra.
¿Cuáles fueron los mayores desafíos que enfrentaron durante la producción y dirección de Yo, Manuel? ¿Hubo algo que cambiara o influyera en la dirección final de la obra?
Pienso que experimentamos un cambio significativo cuando Daniel Galló planteó, en cierto momento, una situación que, aunque inicialmente fue una incidencia, finalmente lo menciono con humildad. Como dramaturgo, invertí mucho tiempo y esfuerzo en escribir todas las escenas. Días antes del estreno, Daniel me dijo: “Cristián, no puedo aprenderme todo. Puedo aprenderme un episodio más, pero faltan tres para llegar al final”. Frente a esto, yo le dije que olvidáramos esos dos. El corte que realicé a petición de Daniel resultó fantástico. Si lo hubiera forzado a aprender todo, diciéndole que cómo se le ocurría y que teníamos que ensayar día y noche, la obra quizás habría quedado más aburrida. Como dramaturgo, a veces es necesario mirar hacia afuera, identificar lo esencial y decidir qué debe estar en el escenario. Considero que este fue un desafío, pero creativamente fue una lección que aún estoy asimilando. Uno se enamora de las palabras que escribe, pero también debe aprender a hacer modificaciones.
Ficha técnica
Titulo: Yo, Manuel
Director/Dramaturgo: Cristián Ruiz
Actor: Felipe Zambrano
Músicos: Alfredo Rossel y Claudio Moreno
Producción/Terreno: Bastián Panadés.
Diseño integral: Natalia Morales.