Por Nicolás Poblete Pardo
Tomás Peters, sociólogo y alumno de Slavoj Žižek en el Birkbeck Institute for the Humanities (BIH), acaba de publicar Sociología(s) del arte y de las políticas culturales (Metales Pesados). Peters obtuvo su doctorado en Estudios Culturales en la Universidad de Londres y actualmente se desempeña como docente e investigador para el Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile. Su foco se ha centrado, como vemos en esta publicación, en la historia y la teoría de las políticas culturales en América Latina. Peters hace una anatomía de la denominada “sociología del arte” que, afirma, “es heredera de las políticas culturales que emergieron a mediados del Siglo XX en Francia y que, durante las próximas décadas, se expandieron en el resto de Europa y América Latina”.
Con esta tesis como partida, Peters pesquisa las marcas de su evolución y de su contexto: “Desde su creación como decisiones público-institucionales, las políticas culturales han requerido en las últimas décadas de conceptos, metodologías e insumos provenientes de la sociología del arte y viceversa”. Sociología(s) del arte y de las políticas culturales es una posibilidad de cuestionar nuestro lugar como sujetos culturales, muchas veces a merced de fuerzas que desconocemos o damos por sentado. Con un sólido marco teórico y persuasivas argumentaciones, esta publicación resulta en un poderoso estudio.
En el capítulo subtitulado “Un modelo de análisis integrado” hablas de los desafíos que han surgido en nuestro contexto global, “caracterizado por la digitalización de la vida cotidiana y la emergencia de nuevos paradigmas de intervención pública y privada en la vida social y cultural”. ¿Cuáles son estos desafíos si los llevamos a nuestra escala nacional?
La vida social se caracteriza, en la actualidad, por un aumento progresivo de la complejidad estructural de la sociedad y la aceleración de variados procesos vitales: vivimos más años, nuestro tiempo laboral es cada vez mayor, la vida social se restringe a acuerdos agendados y no espontáneos, etcétera. Esto tiene implicancias en nuestra forma de acceder a las artes y, en general, a la vida cultural. Cuando me refiero a la digitalización de la vida cotidiana, me refiero a los procesos de “domicialización” que, en los últimos años, hemos experimentado. Hoy tenemos estrenos en Netflix, platos de alto nivel llevados a tu domicilio por Uber u otra compañía, reuniones importantes por Zoom, trámites legales en páginas del gobierno y relaciones familiares vía Whatsapp. Independiente de nuestra vida actual bajo la pandemia, hace tiempo que estas formas de vida se estaban llevando a cabo. Por esta razón, y cuando estos fenómenos se ven radicalizados en todos los sentidos, van surgiendo nuevas formas de intervención pública y privada en nuestras vidas. En nuestro país es innegable observar cómo todo tiende al “hágalo usted mismo”. Además de comprar casi todo en internet —a través de apps y algoritmos invasivos—, podemos pagar nosotros mismos en el supermercado, llenar nuestro estanque de bencina con nuestro trabajo y tiempo, etcétera. Si antes esos trabajos lo hacían trabajadores, hoy los hacemos nosotros y nos sentimos eficientes y más capaces que cualquier otro. En el futuro, tanto en Chile como en el mundo todo podrá hacerse vía nuestros smartphones. Y esto tiene consecuencias tanto económicas como sociales, pero sobre todo culturales. La preocupación que yo abordo en el libro es esta: ¿Qué pasa con los espacios culturales, como museos, galerías, teatros, bibliotecas, etcétera, en este contexto? ¿Cómo pensamos las políticas culturales en un contexto así? ¿Está bien promover la digitalización y prescindir del espacio público-cultural? Evidentemente no hay una respuesta correcta frente a este escenario, pero se pueden desplegar ciertas consecuencias sociológicas al respecto que son abordadas en el libro.
Haces algunos llamados a la participación. Planteas la necesidad de formas nuevas para pensar el rol de las artes en nuestra sociedad. ¿Qué forma pueden tomar estas convocatorias?
El acceso y participación cultural es un debate que lleva cerca de medio siglo. Desde el nacimiento de las políticas culturales en la década de 1970, la pregunta por la democratización cultural primero y la democracia cultural después se enfocó en este problema. Hoy, luego de todo este proceso, la pregunta no ha decaído sino por el contrario se acrecienta aún más. Si en esas décadas la “alta cultura” utilizaba estos espacios para su propio reconocimiento y hegemonía, hoy ni siquiera sus herederos repiten el patrón. Es decir, los que antes financiaban la ópera o los grandes espectáculos de la elite, sus hijos y nietos hoy no lo hacen. Tampoco van. Y, lamentablemente, tampoco lo hacen los que siempre estuvieron marginados, es decir, los más pobres y clases medias. Para mí, que la gente no utilice los espacios culturales es un problema crítico. Muchas personas dicen que el futuro es la digitalización y que eso cambiará el futuro de la sociedad. Esto es evidente y es difícil de resistir. Pero, al mismo tiempo, me preocupa que esos espacios culturales estén vacíos o cueste que “la gente vaya”. Los espacios culturales son esferas deliberativas. En ellas se exponen obras que promueven relatos sociales e históricos hegemónicos, pero, en muchas otras ocasiones, hacen todo lo contrario: cuestionan los discursos, interrogan las verdades, incomodan las certezas. Eso también lo pueden hacer las obras digitalmente, pero no alcanzan a suplir la presencia y el rol de las/os otras/os en mi forma de percibir la obra. Esto implica pensar el rol de las artes en nuestra sociedad, ya que ellas han perdido el interés social y político-público: son cada vez menos los espacios para resguardar y cuidar las obras, así como los lugares de trabajo de las/os artistas. Al mismo tiempo, la gente no percibe el arte como algo importante en sus vidas. Es algo de “ellos”, los que saben. En este contexto, pienso que las artes deben reconocer dos cosas. Primero, que en su aumento de complejidad representacional han reforzado la distancia con otros ajenos al mundo del arte y, en segundo lugar, que las sociedades como las nuestras poseen tal nivel de desigualdad social estructural que, muchas veces, las artes ayudan a reproducir ese esquema. Esto no sería un problema real para el arte, sino para la sociedad en general: cuando hay fondos públicos involucrados, no se puede dejar que el mercado regule y se apropie de los resultados de esos fondos. Reflexionar ambas cosas, estimo, ayudaría a pensar el rol del arte en las próximas décadas.
Dices que, para comprender las políticas culturales modernas, es necesario “reconocer que su origen se debe a una serie de procesos históricos ligados tanto al mundo de las artes como al conflicto social”. ¿Cómo opera esta dialéctica con el conflicto social como péndulo? Asimismo, acusas la burocratización del espacio cultural durante los últimos años, unido a un advenimiento tecnológico.
Un aspecto clave que abordo en el libro es que las políticas culturales no se circunscriben a las artes. Ellas son parte de —e intervienen en— un entramado simbólico más complejo de la sociedad. Ellas refuerzan discursos de sociedad, así como también relatos hegemónicos. Las políticas culturales, como se administran actualmente, solo se las comprende por términos como “consumo cultural”, “derecho a la cultura”, “fondos concursables”, etcétera. Esto es no comprender bien qué está en juego. Las políticas culturales también operan en la forma en que concebimos la migración, el reforzamiento de “lo chileno” a través de los programas de comida que se transmiten en la televisión los días sábado o la forma en que Chile se “vende” al exterior como marca país. Todos estos elementos son políticas culturales y no se conciben como tales, sino como factores comerciales o migratorios. Las políticas culturales no solo pueden reforzar valores de cómo somos o deberíamos ser, sino también conflictuarlos y ponerlos en duda. El gran triunfo de la burocratización cultural es que reduce toda la complejidad de las políticas culturales en fondos concursables (supuestamente técnicos y neutros políticamente), cuando deberíamos estar discutiendo nuestra forma de vivir juntos o las narraciones heredadas. Por ejemplo, las actuales decapitaciones de monumentos de figuras históricas es un triunfo político-cultural de la sociedad chilena: nos ayuda a pensar nuestro pasado, cuestionar nuestro presente e imaginar relatos otros. Sin embargo, la Subsecretaria del Patrimonio lo evalúa como vandalismo. Que se derribe una estatua de un “mártir” o un “héroe” nos ayuda a pensar nuestra historia, de la misma forma que la obra Prat lo hizo hace décadas atrás.
Una pregunta clave es el rol de las políticas culturales como referencia democrática. Comentas: “Vale la pena preguntarse si las políticas culturales han contribuido a la reducción de las desigualdades […]o si, por el contrario, han reforzado los privilegios sociales”. También planteas la pregunta sobre las innovaciones en esta área como posible “acumulación o sedimentación de lo ya hecho históricamente”. ¿Es esto algo que vemos en “gestos” que intentan subsanar ciertas discriminaciones, por ejemplo, a nivel de representación de minorías, pero que parecen meras cosméticas al estilo “políticas de identidad” o la creación de nuevos guetos que parecen visionarios, pero que son reformateos cosméticos de antiguas categorizaciones y clasificaciones? ¿Qué significa diseñar políticas culturales para la diferencia?
Uno de los puntos importantes del libro es la pregunta incómoda sobre cómo las políticas culturales han reforzado las estructuras de desigualdad social. Uno de los ejemplos obvios son los fondos concursables. Si se rastrean los proyectos ganadores a nivel estructural, se evidencia fácilmente que estos se concentran en personas con alta educación y que habitan en las comunas más ricas del país. Este es un indicador “fácil” de advertir. Sin embargo, gran parte de los planes y programas del Estado en materia cultural están enfocados en fomentos directos a los distintos dominios artísticos: la industria del libro, audiovisual, escénica, musical, etcétera. Más bien los fondos y políticas de fomento están dadas en sustentar una parte específica del campo de producción cultural. Esto, evidentemente, no es un problema para gran parte del mundo del arte. Si uno ve la historia de los gremios y su “lobby” en la creación de las políticas de fomento este fenómeno es evidente. Para ellos, es obvio que así debiese ser: de ahí la metáfora que sea “una acumulación de lo hecho históricamente”. Sin embargo, deja de lado a todo el trabajo territorial y comunitario cultural, despojándolo de recursos e interés político. Esto también está ligado a los relatos sobre la diversidad cultural, las identidades y las diferencias. Como se sabe, cuando se quiere hacer un gesto a uno de estos ámbitos se crea una nueva partida presupuestaria para hacer concursar las diversidades en juego. Lo mismo se ha hecho para temas de memoria: se hace competir por recursos a fundaciones y museos por cuál tiene el mejor “proyecto de rescate”. Aquí hay, efectivamente, tratamientos superficiales a temáticas de profunda complejidad. Diseñar políticas culturales para/de la diferencia, en este sentido, significa establecer un cuestionamiento progresivo a las identidades enraizadas y los relatos consensuados. Poner en duda las identidades es una política cultural necesaria y muchas veces resistida por los territorios y voces jerárquico-normativas.
Michel Foucault y Giorgio Agamben son algunos de tus referentes teóricos. ¿Cómo decidiste el marco para tu propuesta? ¿Qué otros autores nos recomiendas para acompañar este estudio?
El libro se nutre de una serie de teorías y autorías. Comienza con una reflexión sobre la complejización del arte desde los primeros grupos humanos hasta la actualidad a través de la teoría de sistemas de Niklas Luhmann. Posteriormente, aborda la clásica discusión sobre el rol de la obra de arte en la industria cultural entre Walter Benjamin y Theodor Adorno. Para actualizar este debate, me remito a Tia DeNora, una socióloga inglesa experta en música y sociedad. Luego, hay un capítulo dedicado al pensamiento de Pierre Bourdieu y sus críticos actuales, como Bernard Lahire. El cuarto capítulo, y quizá el más actualizado, debate sobre la relación entre sociología del arte y política cultural: para ello, aborda el trabajo de la teórica Nathalie Heinich y sus discusiones con Bruno Péquignot. Estos debates, a la vez, se enriquecen con las influencias que Jacques Rancière, Gilles Deleuze y el mexicano-argentino Néstor García Canclini han hecho a la sociología del arte contemporánea. En el último capítulo, además de hacer una síntesis de todo el libro, incorporo algunos apuntes teóricos de la crítica cultural Nelly Richard. Como ves, el libro se compone de variados vectores de análisis e intenta problematizar cada tema con la profundidad necesaria. En su conjunto, el libro busca elaborar una matriz de análisis sobre el funcionamiento y complejidad del mundo/campo/sistema/círculo del arte. Más allá de enfocarme en Chile u otro país de la región —trabajo que he hecho en artículos e investigaciones publicadas en México, Argentina, Colombia, etcétera—, me interesaba sistematizar problemas teóricos actuales e históricos sobre la relación entre arte y sociedad contemporánea.
Sociología(s) Del Arte Y De Las Políticas Culturales
Tomás Peters (2020)
ISBN 978-956-6048-25-1
Precio $ 11,900
Editorial Metales Pesados
Año 2020