Por Jorge Letelier
El recién concluido Festival de Egresos Teatrales Exit, organizado por el Sindicato de Actores (Sidarte) y que reúne a los mejores montajes de las escuelas de teatro seleccionados por convocatoria abierta, se produjo en un momento singular de lo que podríamos llamar el circuito de obras estudiantiles: una visibilidad cada vez mayor en escenarios profesionales y con directores reconocidos y en plena actividad. Algunas de las obras en competencia tuvieron breves temporadas en salas como el Teatro Nacional y Teatro UC, lo que de por si genera una modificación del espacio de exhibición, habitualmente relegado a la dinámica estudiantil.
La participación de connotados directores y otros profesionales escénicos a cargo de los montajes no solo funciona como un proceso de legitimidad de las obras de egreso y sus elencos, sino que también ha provocado una oportunidad valiosa para estos directores de generar un espacio de continuidad con su trabajo profesional. En ese sentido, la presente edición del Festival Exit en Teatro Sidarte vino a confirmar a este circuito como un campo de experimentación y de descubrimiento de nuevos talentos interpretativos más allá de las fronteras de las escuelas de teatro.
Si bien la presencia de estos directores consagrados (los que tienen casi paralelamente obras en cartelera) agrega un estatus distinto a este panorama, tiene por otro lado el costo de responder más bien a sus propias obsesiones e intereses en vez de estimular una voz propia en los estudiantes. Ese delgado equilibrio rara vez se cumple a cabalidad y se apreció nítido en algunos montajes en competencia. Sin ir más lejos, fue el caso de la obra ganadora, Se me desgarra el pecho al pensar que solo en sueños podré volver a esta casa tan vacía, egreso de la Escuela de Teatro UC y dirigida por Javier Casanga con dramaturgia de Carla Zúñiga.
Suerte de actualización del clásico Mama Rosa, de Fernando Debesa (1957), la obra examina preocupaciones constantes del dúo creativo de La niña horrible: la emergencia del disenso sexual y la marginalidad, o la deconstrucción de la noción familiar. En tono menor, ofrece sus clásicos guiños kitsch y camp y la mirada cruel e impiadosa de las relaciones humanas. Si bien su diseño escenográfico es modesto (quizás muy modesto considerando su origen), la mirada aguda sobre la institución familiar mantuvo esa frescura propia del tándem Casanga/Zúñiga a pesar del tono más contenido que en sus obras anteriores. Pero lo que deja dudas es si de fondo se está premiando la capacidad de presentar un elenco convincente o si las preocupaciones del director en cuestión son adecuadamente expuestas por este elenco de estudiantes. En ambos casos, no parece estar clara la decisión del jurado de premiar al montaje de la UC ya que su elenco presenta fisuras y es, en forma y fondo, un trabajo que responde a la imaginería conocida del dúo.
Esta necesidad de “mostrar” a todos los elencos de manera pareja, sacrificando talentos emergentes o a quienes ofrecen mayor capacidad, se vio nítido en esta edición. Aunque parece ser inevitable y quizás injusta la constatación, la “tiranía del ensamble” obliga a veces a uniformar personajes y dramaturgias sin la opción de hacer crecer un protagónico porque quitaría espacio a otros actores y generaría desequilibrios. En la misma obra ganadora este problema fue aún más palpable ya que el elenco cambió totalmente para el segundo acto, con resultados dispares. Es por ello que resulta cuestionable el criterio a la mejor actriz para el personaje de Mamá Chana (interpretado de manera notable por Rocío Álvarez), no por la calidad de su trabajo sin duda merecedor del premio sino porque sostiene solo en parte al personaje y el montaje.
Esta constatación lleva a la pregunta de si es valorado por el jurado que los elencos numerosos sean vistos como una ventaja, ya que responden a los egresados de cada año, lo que es un dato netamente circunstancial. Con la excepción de Putamadre, egreso de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC) con solo cuatro actores, todos los otros montajes ofrecieron un ensamble numeroso, y todos fueron muy disparejos en su ejecución.
El caso de Putamadre es sintomático de lo expuesto, ya que sus cuatro actores tienen el espacio adecuado para desarrollar sus personajes, con altos rendimientos (destaca el personaje de Nora, a cargo de Leyla Ponce, también merecedora del premio a mejor actriz) y una puesta en escena trabajada e imaginativa. De la misma forma que el montaje ganador, las preocupaciones de su director Ernesto Orellana (Inútiles, Orgiología) están presente de forma y fondo lo que genera una imaginería identificable y un sólido discurso sobre la marginación sexual como conflicto de clase. Consideramos a estas dos obras como las más destacadas del festival y presentan similares rasgos valorativos (la preeminencia de las miradas de sus directores en el resultado final), pero queda la duda sobre la elección del jurado porque como reflejo de un discurso político, puesta en escena y actuación, el montaje de UAHC ofrece una mayor solidez en su unidad conceptual.
Otro rasgo, quizás sí el más relevante, que se advirtió nítidamente en el festival fue el balbuceante discurso instalado por las obras. Si bien es esperable que las ideas respondan a las preocupaciones de los momentos específicos en que se producen, la falta de reflexión y los planteamientos de falsa urgencia fueron la norma. En Brian, o el nombre de mi país en llamas, montaje de la Escuela de Teatro de la U. de Chile dirigido por Jesús Urqueta, hizo un acopio de todos los lugares comunes en torno a los conflictos generacionales y búsqueda de identidad sexual y marginación social tamizado de indignación. Destemplada e irreflexiva, se apropia de ese tono victimista tan enrabiado como autocondescendiente, y es ahí donde la mano del director pudo ayudar a ilustrar tonos y discursos más depurados que el mero griterío de malestar generacional.
Algo ya recurrente en la escena emergente: se sitúa falsamente una ideologización de la mirada como una disyuntiva radical, el tomar partido como supuesto punto de partida en la representación, lo que en la gran mayoría de los casos solo conduce a discursos vehementes pero vacíos.
Una situación similar ocurrió con Freirina, montaje de egreso de la Universidad de Valparaíso (UV) y dirigido por Andrea Giadach, donde se pone en escena el conflicto de la empresa Agrosuper con el pueblo de Freirina por la planta de cerdos y el grave deterioro ambiental que generó. La recurrente diatriba en torno a los males del empresariado depredador versus la ciudadanía empoderada y vestida del correspondiente halo santificador, hace que la obra pierda un estupendo punto de arranque entre un tono fantástico y la presencia de la cultura originaria como fuerza telúrica. Demasiado preocupada por transitar por todos los géneros posibles para demostrar las capacidades de su elenco, Freirina se mueve entre lo costumbrista, el musical, la comedia y el drama social, sin la posibilidad de presentar más que arquetipos y desaprovechando una excelente idea de puesta en escena y música incidental.
Quizás la dificultad de articular un discurso coherente con el fin de incluir a todos los egresados en escena, sin sacrificar la dramaturgia, podría ser apoyada con un reconocimiento a la creación colectiva como un incipiente rasgo autoral. Es posible también que los propios directores/as a cargo de los egresos puedan orientar de mejor manera hacia la comprensión de los lenguajes y las teatralidades más que la urgencia por “decir algo importante”, que sabemos que en la mayoría de los casos no lo es. Pero por sobre el disparejo nivel de las obras en competencia, y el interés de los espectadores, la opción real de acceder a un circuito profesional y la presencia de destacados directores a cargo de los montajes, deja la idea de que se está consolidando una atractiva visibilidad del formato obra de egreso en circuito profesional, y quizás por ello una interesante opción podría ser el redoblar los esfuerzos de las escuelas de teatro para entregar recursos, difusión y mayor apoyo a sus montajes de egreso.