Independencia 366: La huella perdida del poeta Luis Omar Cáceres

Por Fernando Arabuena

1943, los amigos se agolpan en estas habitaciones: Santiago Muela, Conrado Hernández, Antonio Massis y otros. Ficticios, anónimos o mal tipeados por la prensa de la época; rezan todos frente a una sencilla capilla ardiente instalada en la casa donde vivía Samuel Gitano. Ha muerto el poeta prologado por Huidobro y De Rokha; el vanguardista incluido en la antología de Rubén Azócar y en la Poesía chilena nueva de Anguita y Volodia.

Lejos de su último adiós, la Sociedad de Escritores de Chile organiza un almuerzo para despedir a Nicanor Parra y Jorge Millas por su viaje a Estados Unidos. Y es que, como el anónimo edificio de Independencia 366, la vida de Omar Cáceres pareció lindar siempre con ese silencio espectral que habita entre el mito y la realidad, fundiéndose aquel sábado 11 de septiembre en la lluviosa tarde de su funeral. Donde el fango enmudecía los pasos del cortejo que avanzaba junto a la Decoración de la lluvia:

“¡El agua!… ¿A quién busca el agua, numerosa? Aprieta su contorsión nubes adentro; en tanto, cual heraldos de la vida, Van los pasos de la lluvia , cantando, despiertos en el sueño.”

Aquella tarde gris, el cielo bien pudo estar lamentando a su Ángel del silencio y, entre los certeros azotes del agua, haber escrito su epitafio con la pura tinta de las nubes, impulsado, quizá, por la misma conmoción poética que inspiró a Huidobro para escribir el prólogo de su libro Defensa del ídolo:

“Estamos en presencia de un verdadero poeta, es decir, no del cantor para los oídos de carne, sino del cantor para los oídos del espíritu. Estamos en presencia de un descubridor, un descubridor del mundo y de su mundo interno”
Pero ese incesante esfuerzo de sublimar el Yo poético que tenía la obra de Cáceres (por esa búsqueda frenética al ídolo ignoto en su poesía) no pudo evitar que la conmocionada prensa de la época nos revelara el lugar de su funeral. Su muerte no había pasado inadvertida, y generó crónicas y conjeturas que quedaron en el mismo halo de misterio de su vida. Y como si fuera un perdido eslabón del tiempo que viniese rondando a través de los años, hoy llega a nosotros la dirección de esta vieja y desconocida arquitectura entre edificios derrumbados, burlando el hermetismo de un hombre que no quiso dejar huellas de su paso en la tierra. Y es en este paréntesis del tiempo, en sus altas habitaciones vacías, donde hacen eco los fragmentos de una vida atravesada por la poesía, y que fue desvaneciéndose entre largas caminatas lunares por el barrio de la Chimba. Testimonio de esto nos trae a la memoria su amigo Acevedo Hernández:

“Palabras a un Espejo. Muchas veces lo recitó en aquellas noches traspasadas de congoja en que lo acompañé a vivir su vida, en que oí sus palabras tan llenas de bondad. Hablaba de hombre con cariño, de la mujer, del arte, y bebíamos el vino negro lleno de luces espantosamente extrañas. Nos detuvimos una noche en casa del gran amigo artista Lucho Rojas Gallardo. Nos quedamos hasta el amanecer, porque Omar quería purificarse con el cendal del alba”.

Ya en la tarde, cuando el tiempo ha cambiado la fisonomía de las calles, los negocios de telas cierren sus puertas en Independencia 366 y los hombres salen de sus trabajos cotidianos. El monumento queda en paz. La noche cae y llega el sueño. Y desde las obscuras ventanas del segundo piso parece escucharse un violín trashumante. Es quizá la Chaconne de Bach que interpretaba el poeta, y que aún rebota en las paredes vacías del único edificio existente de la vida de Omar Cáceres. Paradójicamente es el lugar de su adiós que aún sobrevive; como si quisiera contarnos que su paso por la tierra fue una eterna despedida en el nihilismo místico de su poesía.

La noche avanza, y el edificio aún aguarda en su Insomnio junto al alba:

En vano imploro al sueño el frescor de sus aguas.
¡Auriga de la noche! (¿Quién llora a los perdidos?)
Vuelca la luna sobre su piel el viento, mientras
Que de la sombra emerge la claridad de un trino.
Tambalean las sombras como un carro mortuorio
Que desgaja a la ruta el collar de sus piedras;
E inexplicablemente crujen todas las cosas
Flexibles, como un arco palpitante de flechas.
Amor de cien mujeres no bastará a la angustia
Que destila en mi sangre su ardoroso zumbido;
Y si de hallar hubiera sostén a esa esperanza,
Piadosa me sería la voz de un precipicio.
Volcó la luna sobre su piel el viento.
Suave fulguración de nieve resbala en los balcones:
Y al suplicarle al sueño me aniquile, los pájaros,
Dispersan un manojo de luz en sus acordes.

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