Resumen 2017: Cuando el teatro se hace cargo (y no
muy bien) de la realidad
Por Jorge Letelier
Ya parece habitual dentro del paisaje de los últimos días de diciembre, la polvareda que levanta el resumen del crítico teatral de El Mercurio, Pedro Labra. Siempre temido, a veces odiado y rigurosamente rechazado por sus dichos y opiniones, parte importante del ambiente teatral que lee crítica (muy pocos, hay que reconocerlo) acusa recibo de su lapidario diagnóstico de la escena casi como una afrenta personal que esconde un reverencial respeto por el medio en cuestión más que el temor a la pluma en particular.
Más allá de la esquizofrenia del mundillo artístico que rechaza la visión de Labra pero anhela como amante primerizo su aprobación como no lo hace con ningún otro medio, si hay un acierto en el diagnóstico del crítico es que hay una evidente anemia de talento emergente que no permitió ver propuestas más allá de un mínimo estándar de calidad. El ímpetu para hacerse cargo de problemáticas sociales y políticas acuciantes derivó en discursos confusos y más orientados a la estridencia denunciativa que a una experiencia estética coherente. La manera en que la novel producción teatral del año aludió a estas tensiones da cuenta de una falta de manejo del lenguaje teatral y en el caso de algunas compañías o autores consagrados, de un proceso de uniformidad de miradas que apuntan a cuestionar desde la pasividad del discurso acomodaticio de una izquierda políticamente correcta que se limita a exponer sin ahondar en las tensiones o atreverse a interpelarse a sí misma desde el discurso artístico (ese es a mi juicio lo fallido de obras como “El Dylan”, “Noche mapuche” y “Los tristísimo veranos de la princesa Diana”, por nombrar algunas).
Diversos medios repararon en que fue una temporada en la cual las tensiones sociales del país tuvieron un eco en las preocupaciones de directores y dramaturgos, en especial la lucha por la visibilidad de las minorías sexuales y el conflicto mapuche. En el primer caso, “El Dylan” mostró el prejuicio y la homofobia latente a partir de un crimen transfóbico que no instaló nuevas visiones al problema y en cuya puesta en escena ya asoma una fórmula probada. En el caso de “Los tristísimos veranos de la princesa Diana”, el impulso provocador de la dupla de Javier Casanga (director) y Carla Zúñiga (dramaturga) decayó en inventiva y punto de vista respecto a sus anteriores trabajos más resueltos desde lo ideológico. La tensión entre pueblo mapuche y Estado dio paso a varias obras con resultados discretos. Uno de ellas, “El pacto de Renv”, tuvo una buena idea mal desarrollada y otra muy popular y que concitó los consabidos apoyos progresistas como “Noche mapuche” (dirigida por Marcelo Leonart), mostró un discurso afiebrado y personajes apenas delineados para rematar en un desenlace impresentable e irresponsable, tan carente de ética artística como respeto humano. Hacia el final del año, en cambio, “Painecur”, de la compañía Lafamiliateatro, subió la reflexión con una propuesta realista original y estupendamente actuada sobre un episodio perdido que puso en conflicto la perspectiva racionalista hegemónica en que vemos la historia y los discursos. Gran sorpresa.
En este panorama, quizás si la obra “política” más lograda sea una que se autodefine como panfletaria, como es el caso de “Mateluna”. En efecto, lo que buscó Guillermo Calderón con este alegato escénico fue tensionar desde la estructura misma del lenguaje teatral una reivindicación política clara y contundente: la libertad de Jorge Mateluna. En rigor, “Mateluna” se hizo cargo de la condición de teatro político o contingente aludiendo a renunciar al carácter “representacional” del teatro, lo que es renunciar a su dimensión subjetiva.
Este 2017 fue, además, el centenario de Violeta Parra, lo que trajo una disparidad de obras alusivas y además de distinto formato. La fallida aproximación familiar de “Ayudándole a sentir”, confusa narrativamente y de humor discreto, se unió a “Violeta al centro de la injusticia”, donde el director Rodrigo Pérez recuperó un estreno de 2008 demasiado centrado en las canciones y de puesta en escena discreta. Tampoco resaltó demasiado la cantata teatral “Destino desamor, un viaje Violeta”, con destacados actores cantantes pero de teatralidad pobre. El montaje más completo al respecto fue “En fuga no hay despedida”, donde la sólida directora Trinidad González retrató la compleja personalidad de Violeta Parra desde la fragmentación y la elipsis, y donde la música tuvo una potencia dramática que pocas obras musicales alcanzan.
Los dos directores más interesantes a nivel de puesta en escena y lenguaje de los últimos años han sido Manuela Infante y Cristián Plana. Y fueron justamente ambos quienes consolidaron su posición con dos de los mejores montajes de la temporada. En “Estado vegetal”, Infante logra fundir su investigación sobre el espacio escénico y el punto de vista narrativo con una reflexión de alto vuelo respecto a una idea de teatro “post-antropocéntrico” en que las plantas son el sujeto de representación. Plana, por su parte, consigue con “Locutorio” un brillante trabajo escenográfico que extiende las posibilidades del lenguaje tal como lo habíamos visto en “Paso del norte”: creación de atmósferas densas, juegos visuales y la suspensión de lo verosímil. En ambos creadores, la voluntad vanguardista y la necesaria capacidad de reflexionar sobre la materialidad teatral logran momentos de gran altura y brillantez visual.

Este breve repaso rescata las propuestas de compañías independientes y esfuerzos más bien autorales y si bien la cantidad de montajes valiosos son pocos, en la oferta de teatro más comercial/adaptación de clásicos/o con rostros (me disculpan la definición pero no tengo otra) fue un año aún más discreto, con la notable excepción de “El padre”. El resto, de las cuales podríamos mencionar “El cómo y el por qué”, “Tío Vania”, “El zoo de cristal” y “La gaviota”, fueron un pálido reflejo de la grandeza de los textos originales, a menudo empantanadas por la ambición y el aura de prestigio antes que en reversiones imaginativas y con una propuesta clara, a diferencia de otros años en que títulos como “Sunset limited” o “Pulmones” destacaron entre los mejores del año.
2017 fue además el año en que el fantasma del cierre de salas independientes se cobró la palabra. El más doloroso fue el caso del Teatro de la Palabra, recinto cuya apuesta incólume por el teatro de texto ofreció en el pasado notables títulos como “Constelaciones” y “La amante fascista”. También cerraron el Teatro La Memoria, reconvertido en Duoc UC y Teatro Cinema, la sala con que el colectivo del mismo nombre iba a ofrecer sus montajes en repertorio y que perdió el apoyo de la línea del Fondart obtenida anteriormente.

Más atrás se ubicaron otras agrupaciones que consolidaron con nuevos trabajos sus estéticas y estilos. Es el caso del Colectivo Zoológico, el que luego del éxito de la provocadora “No tendremos que sacrificarnos por los que vendrán”, estrenó el montaje “Nimby” realizado en una residencia en el Theater und Orchester Heidelberg, en Alemania (y que se presentará en Santiago a Mil). También es destacable el ímpetu de La Dramática Nacional por revisitar un teatro realista social al cerrar su trilogía sobre Antonio Acevedo Hernández con “Almas perdidas”, un esfuerzo de producción, calidad musical y rescate patrimonial a todas luces destacado.
Los intentos por resumir la temporada chocan con los apurados cierres de fin de año y la parafernálica irrupción de Santiago a Mil, en que un ánimo triunfalista y enceguecedor deja poco espacio a la reflexión crítica.