Por Paula Frederick Mena
Como si representase una cierta melancolía intrínseca, el piano en el cine suele asociarse a soledad, ensimismamiento o locura, poniendo muchas veces a la figura femenina en el centro de esta relación simbiótica entre un artista y su instrumento. Películas como La lección de piano de Jane Campion o La pianista de Michael Haneke indagaron ya en esta dinámica de abstracción y pérdida de la cordura, donde el piano se transforma en una proyección sonora de un sentimiento sordo, o la única canalización legítima de miedos, frustraciones y emociones imposibles de verbalizar.
God of the piano, opera prima del israelí Itay Tal (competencia internacional SANFIC 2019), va adelante siguiendo esta misma tecla, llena de silencios que son amenazas de estruendos, exigencias llevadas al extremo y relaciones tortuosas, donde su protagonista Anat (Naama Preis) solo comunica su rabia y frustración a través de las notas de su piano. Así como Liv Ullman en Persona de Bergman o la Ada de La lección de piano, cuyo mutismo esconde la voluntad de callar, Anat vive de frases escuetas, silencios y miradas, mientras transforma el instrumento en una extensión de su persona y en la única valoración de sí misma.
El inicio del filme, donde todo queda expuesto, habla con elocuencia y sin reservas sobre un quiebre definitivo. En avanzado estado de embarazo, Anat rompe fuente mientras toca el piano sin detenerse, actividad en la que ha pasado gran parte de su vida. En ella se vislumbra cierta insatisfacción, como si por más que se esforzara nunca consiguiera alcanzar la nota perfecta. Poco después, al enterarse de que su hijo recién nacido sufre de sordera, su mundo se viene abajo. Ya no podrá llevar a cabo ese “plan divino”, traspasar a su hijo el talento que ella siente nunca alcanzó a potenciar, deshacerse de todas las frustraciones que quebraron su espíritu y transformarlo en una mejor versión de sí misma. Para Anat, entonces, solo queda tomar medidas extremas, llegar hasta las últimas consecuencias en pos de su objetivo y guardar silencio.
Construída en tonos claros, imágenes saturadas y luminosas, con un ritmo pausado que a ratos se acelera, alcanza puntos álgidos y luego vuelve a su cauce, como una pieza de Chopin. La narración de Itay tal no busca exhibir y retratar una tragedia o un acto aberrante, sino entender su raíz, su porqué. Más que una parábola moral, donde es fácil identificar al dios, al héroe, a la víctima y al villano, la película se sustenta en su prorpia contradicción, en la ambigüedad de las relaciones humanas y en la naturaleza incierta de lo que significa ser “prodigio”. Pero especialmente, en las interrogantes que deja suspendidas: ¿El talento se hereda o se hurta? ¿Existe una tensión secreta entre el don natural y la disciplina? Ser considerado genio, ¿es una bendición o una condena?
Pero por sobre todo, God of the piano alcanza su delicada armonía gracias a sus interpretaciones. A la actuación de Naama Preis, brillante en el arte de transmitir todo sin decir nada, se suman figuras masculinas que grativan como satelites y que, construidos cada uno de manera genuina, entregan toda la fricción necesaria para que el relato siga un flujo natural, alcance sus notas más altas y no disminuya nunca su nivel de tensión, a pesar de la abundancia de silencios, las escenas extendidas, los primeros planos que se fijan en un punto y se quedan ahí hasta extenuar todas sus posibilidades de expresión.
Las relaciones humanas pueden ser perturbadoras, y a veces más aún las familiares. Es en esa armonía que se crea y se destruye, en esos encuentros y desencuentros, en aquellas dependencias y quiebres que se transforma en tragedia y a la vez en una necesidad, donde la historia ha construido sus más grandes obras de arte. El cine no es una excepción, tampoco la música. Sobre todo, si las notas salen de un piano.
Director: Itay Tal
País: Israel
Año: 2019
Duración: 80 minutos