Por Romina Burbano Pabst
Aycha, es un solo de danza que corporiza la tierra del norte de Chile y el sur del Perú. Un cuerpo sin género, seco, agotado y árido, que renace entre las ruinas de la Huaca, llegando a la pampa, convirtiéndola en un desierto florido y marchito. Interpretado por Lupe Ramos del Colectivo Artístico Crudo (Perú) y dirigido por el artista escénico Marco Ignacio Orellana, de la Cía. Amateur (Chile), nos enfrenta a una experiencia única y latente.
Fragmentos de un ser, suspendidos en el umbral de su aparecer.
Un resplandor naranja inunda el centro del espacio, un fulgor que recuerda la tierra seca y el fuego, el resplandor último del sol antes de desaparecer en el horizonte. Es una luz que no revela, sino que insinúa. Antes de que el cuerpo aparezca, la atmósfera ya está cargada de presencias. El aire se vuelve denso y vibrante, de su luz, se desprende un susurro que evoca la imagen de un cuerpo en transformación, atrapado entre la presencia y la disolución. Un cuerpo que se disuelve para renacer en cada parpadeo.
Es un cuerpo que no se logra ver en su totalidad, se nos presenta desnudo y sin género. La luz esculpe por partes: la clavícula, el hombro, un pecho que desaparece en la sombra, el contorno de una espalda arqueada. Es un cuerpo que parece fragmentado en el espacio, pero se reconstruye con la mirada del espectador. Su movimiento es lento, y el tiempo se desvanece en su desenlace. Es un fluir extraño, como si el cuerpo atravesara dimensiones invisibles siendo difícil de explicar a través de la palabra. Por el momento, no camina, no avanza de manera reconocible, lo conocido se desconoce, se desliza, se contrae, se deshace y se recompone al mismo tiempo. En esta penumbra anaranjada, cada gesto es una aparición efímera, una insinuación que se diluye antes de ser comprendida del todo.
La escena no busca ser comprensible, sino ser sentida, explorada, observada. El espectador queda suspendido en un estado liminal, entre la vigilia y el sueño, entre lo conocido y lo irreal. Su movimiento continuo en el torso, genera una sensación de déjà vu, como si viéramos la imagen en múltiples tiempos, en múltiples cuerpos. Acompañada de un sonido que refuerza este trance, una vibración baja, casi subterránea que se mezcla con su piel. Todo parece estar al borde de algo: de la disolución, del colapso, del renacimiento.
Este primer cuadro escénico no es una simple introducción, es un presagio lleno de potencia. No hay narrativa explícita, lo cual le da un aire místico, pero existe una certeza: este cuerpo está en transición. Lo que vemos no es un comienzo, sino un momento entre lo que fue, lo que es y lo que será. La luz naranja, ese resplandor del atardecer anuncia un organismo en mutación ¿es una piel que se desprende? ¿un espíritu que despierta? ¿una identidad que se disuelve? Estamos dentro de un rito que no tiene vuelta atrás. En esta penumbra vibrante, el cuerpo es carne y sombra, es territorio en transformación.
A lo largo del solo, la iluminación no solo baña el escenario, lo cincela. El cuerpo cambia de forma con cada destello, con cada color, se descompone, se multiplica. A veces parece seco, a veces llama, y otras veces agua. La luz juega con la identidad y el movimiento, con la idea de lo que es y lo que podría ser, profundizando en la experiencia sensorial del espectador. En este juego lumínico llevado a cabo por Gabriel de la Hoz, la danza se vuelve extra-corporal redefiniendo constantemente su presencia.
Lupe Ramos no solo interpreta magníficamente, sino que también, habita el espacio con una intensidad única que devora el vacío. Su cuerpo, casi desnudo, no se entrega a la vulnerabilidad ni fragilidad: es potencia pura. Su piel se vuelve un mapa de resistencias, donde cada músculo contraído guarda un paisaje, cada pisada sacude la memoria, donde su cabello y rostro fluyen como un vestigio del pasado. No necesita artificios. Es: su cuerpo, sus zancos de madera y su pollera de colores brillantes, su puente entre tiempo y geografía, carne e historia. Es un cuerpo, ya dicho, sin género, sin límites, que atraviesa y se reinventa en cada respiración.
La danza de Lupe Ramos se nutre de una energía cruda y visceral, donde los movimientos no solo son expresión, sino una forma de corporizar las sensaciones. Aquí, se destacan las huellas del krump, un estilo de danza urbana de las comunidades afroamericanas de South Central, nacido en las calles de Los Ángeles a principios de los 2000. El krump, con su explosión de movimientos libres, energéticos y profundamente expresivos, se convierte en un medio para liberar el cuerpo de las ataduras del tiempo, el espacio y las etiquetas. Así, la intérprete crea una danza que no conoce los límites y se deja llevar por la fuerza del instante. El ritmo y la energía que emana de Lupe son testamento de una tradición de lucha, rebeldía y resiliencia.
En contraste con la fuerza del krump y movimientos que se considerarían más contemporáneos, Lupe también nos lleva a un terreno íntimo y ancestral al incorporar una de las danzas tradicionales del Perú, sin duda alguna, uno de los momentos más poderosos y hermosos de la obra. En ese instante, la música se desvanece poco a poco, dejando espacio solo para el sonido de sus pies, que seguían danzando con una precisión tal que, por un instante, el cuerpo se convierte en la propia composición musical.
Cada pisada parece construir un universo sonoro propio, un eco ancestral que resuena en el suelo, en la sala y en el espectador. Un silencio cargado de presencia, deja al público suspendido, envuelto en un trance. Lupe no solo baila, sino que también teje una conexión profunda con la sonoridad, la cultura y la memoria.
Hay momentos tan intensos que el aliento se detiene y la mirada se agudiza. La danza de Lupe en Aycha no es solo belleza, es desgarro, tránsito y renovación. No hay pausas para el espectador, no existen momentos de desconexión: solo un impulso incesante de seguir observando, de seguir sintiendo. Es así que, en el último movimiento, cuando todo se aquieta y la música junto con la luz cesan, lo único que queda es el eco de algo inefable vibrando en la piel.
Aycha mamita wiñay. Carne, madre, eternidad.
La danza de Aycha no se apaga cuando termina su solo, y su último suspiro se siente; más bien, sigue habitando en la mente de quien la ha visto. Es un cuerpo que trasciende, que niega a disolverse en el tiempo y espacio, insistiendo en su presencia. Como el rocío que se posa suavemente en las flores al amanecer, como la luz de las estrellas que se aferra a la oscuridad antes de ceder al olvido, la esencia de Aycha queda corporizada en el espectador. Una sensación que sigue moviéndose en el cuerpo mucho después de que haya finalizado su interpretación.
Ficha Técnica
Título: Aycha
País: Perú-Chile
Co-producción: Colectivo Artístico Crudo (Perú) y Cía Amateur (Chile)
Edad: +14 años
Duración: 40 min
Performer: Lupe Ramos
Dirección: Marco Ignacio Orellana
Producción Musical: Enya de la Jara
Iluminación: Gabriel de la Hoz
Diseño de Vestuario: Pepe Guevara, Cristian Jeri, Sagra2ropajes
Colabora: Fundación Santiago Off y Centro Cultural de España en Lima
Coordenadas
Matucana 100, Sala P-Bunster
20:00 hrs
30 -31 de enero de 2025 / 1 de febrero de 2025