Por Jorge Letelier
Fue una edición marcada por el anuncio del 30% de presupuesto a algunas instituciones culturales. Pese al clima negativo, la edición comandada por Nona Fernández y Paulina García apuntó con éxito a una mayor masividad y llevó la muestra a regiones.
“Creemos fielmente que el arte es un derecho que debe garantizarse, pero además estamos seguros que el encuentro, ese elemento imprescindible para la reflexión teatral, solo puede producirse bajo ciertas condiciones que el Estado debe garantizar”.

Hace solo un año atrás, el ex Ministro de Cultura Ernesto Ottone zanjaba políticamente lo que debía ser una obviedad: que la Muestra Nacional de Dramaturgia es una instancia clave para fortalecer la reflexión en torno al teatro y estimular la creación. Al anunciar la edición 18°, el presente se veía prometedor luego de dos positivas ediciones (2014 y 2016) que la había reencaminado luego de algunos años de extravío.
Lo que el guión no había contemplado, era que al momento de realizarse – en octubre recién pasado- el feroz recorte de presupuesto para algunas instituciones anunciado por el nuevo gobierno, volvió a evidenciar la precariedad histórica de la actividad cultural en general y estableció en su inicio un tono de pesadumbre que se advirtió en los discursos oficiales de las directores artísticas, Nona Fernández y Paulina García. La Muestra Nacional, se ha dicho hasta el cansancio, es la única instancia para la reflexión y la creación teatral realizada con fondos públicos y en el que su carácter exploratorio de lenguajes, estilos y sensibilidades diversas es un espacio protegido desde el Estado.

Termino de escribir este informe en momentos en que el Ministerio de Hacienda anunció la restitución del presupuesto 2019 luego de una intensa negociación con parlamentarios y el mundo de la cultura. La baja en el 30% de su asignación para estas seis instituciones (Santiago a Mil, Museo Violeta Parra, Balmaceda 1215, Museo de Arte Precolombino, Teatro Regional del Bío Bío y Matucana 100), había hecho reaparecer viejos fantasmas en momentos en que la instalación y operatividad del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio aún es un tema pendiente. En ese contexto, si bien la Muestra ha dependido directamente del CNCA (actual Ministerio de las Culturas, las artes y el patrimonio), ha estado marcado en su historia por precariedades económicas y discontinuidades que la hacen un encuentro frágil, que permanentemente debe repensarse y validarse ante las autoridades de turno.

Los fantasmas asustan, es cierto, y este recorte para instituciones tan relevantes como las nombradas fue un golpe duro y una demostración del peligro en que se debe vivir en un gobierno tan poco empático con actividades de retribución intangible como la cultura. Pero la campaña en que se advertía de “apagón cultural” en un área que con todas sus precariedades exhibe buena salud, gran actividad, variedad de propuestas y cantidad apreciable de espacios (precarios o no, ese no es el problema aquí) sonaba más bien a un oportunismo marketero un poco exagerado.
En ese ambiente, la Muestra se presentó renovada en su estructura con un homenajeado rutilante como Alejandro Sieveking, una programación itinerante que se inició en regiones (Antofagasta y Concepción) con lecturas dramatizadas, talleres y encuentros con estudiantes, para luego realizarse en Santiago con funciones simultáneas en cinco salas (Matucana 100, Teatro Sidarte, Sala Finis Terrae y Anfiteatro Bellas Artes). La actualización del esquema fue un acierto y el hecho de que la sede central haya sido nuevamente Matucana 100 (con sus dos salas y el acto inaugural) resuena con un significado nuevo ya que se trató de una de las instituciones originalmente afectadas y la que ha ofrecido la mejor programación de artes escénicas de la actual temporada.

Respecto a las obras montadas, los textos de la categoría Autores de trayectoria de Alejandro Moreno y Andrés Kalawski, tuvieron resultados dispares. Moreno (“La amante fascista”) lo había obtenido con “Yo soy el cartón que hace que la mesa no cojee” (el 2014 había sido con “Gastos de representación”). Como esa vez, nuevamente Cristián Plana se hizo cargo de la dirección de un texto intrincado y de poderosas imágenes que se levanta como una reflexión sobre la puerilidad de la existencia, con destacadas actuaciones de Sieveking y Marcelo Alonso. Desde el nacimiento y pasando por todas las etapas de la vida, asistimos a la disolución de la idea de que hay un propósito básico que nos mueve, a través de un personaje que se desdobla en múltiples: la guagua recién nacida, el joven, el prostituto, el mendigo, el anciano enfermo, todos aprisionados por una desorientación inclemente, radical. A menudo el poético texto de Moreno pierde potencia por el también críptico lenguaje formal de Plana, cuyos juegos de luz como casi único elemento nos desafía por momentos a no bajar la guardia, en una tendencia cada vez mayor a la economía casi total de recursos que hemos visto en sus últimos montajes. Por momentos el tono se hace agobiante y es que Moreno arroja al aire la idea de una crisis vital donde el texto emerge violentamente simbólico: los padres como seres patéticos incapaces de legar una mínima lucidez a sus hijos, el pecado de ser un otro que asusta y que repele y que evidencia las diversas identidades que hoy desafían las visiones conservadoras.
En una entrevista a propósito de “Gastos de representación”, Moreno decía que aquella obra trataba de lo “inhumano de tener un hijo…, desde el contexto absurdo que al dar vida también se da muerte”. En “Yo soy el cartón…” planea una idea similar respecto a una condena inherente pero extremando la disolución del personaje como centro de la representación. Dramaturgo arriesgado y poéticamente visceral, Moreno es tan atípico en la escena local como fiel a sus preocupaciones formales en el que pareciera que la muestra es el mejor lugar para apreciarlo.
El otro autor ganador de la categoría Autores de trayectoria fue Andrés Kalawski con el texto “Incentivos perversos”, con puesta en escena de Nicolás Espinoza y Laurene Lemaitre, integrantes del Colectivo Zoológico. Si de entrada pareciera que hay un tono que une al texto con el trabajo anterior de la compañía (“Dark”, “No tendremos que sacrificarnos por los que vendrán”, “Nimby”), y que es el humor negro para intentar desacralizar ciertas prácticas sociales y políticas, pronto se evidencia la separación de ambos ya que el texto de Kalawski apuesta por un relato de horror convencional que desde su fórmula de género parodia el exitismo y la mercantilización de la educación en torno al proceso de selección de un colegio privado.
El trabajo del Colectivo Zoológico siempre ha tenido una raigambre fuertemente visual, superponiendo capas de representación entre lo teatral y procedimientos audiovisuales, además de un brechtianismo que se ha revelado original e interpelador. Incluso más, me parece que es la compañía que mejor utiliza los recursos audiovisuales en la escena local y en este trabajo hay un avance en sus procedimientos expresivos y en su concepción del espacio escénico. Pero ambas sensibilidades (la de la compañía y la del autor) no terminan de cuajar y en el desenlace se advierte el trazo grueso de un texto que busca un impacto más en sintonía con el shock que con el humor negro.
Podrá argumentarse que la gracia de una muestra de estas características es justamente hacer dialogar a autores con directores que de antemano se suponen distintos pero con vasos comunicantes que enriquezcan los textos. A diferencia del trabajo de Cristián Plana con el texto de Moreno, aquí el Colectivo Zoológico se ve progresivamente más separado de sus rasgos propios pese a lo notable de su puesta en escena.
Oscuras disecciones familiares
En la categoría de Autores emergentes, se presentaron tres textos en apariencia bastante disímiles. “Cassandra, la Sandra” de la actriz y dramaturga debutante Gabriela Aguilera, es un relato sobre la ausencia y el desarraigo familiar que desde una puesta en escena realista con pequeñas disgresiones fantásticas (a cargo de Aliocha de la Sotta), parece hablar de un espacio nostálgico irremediablemente perdido donde el afecto extraviado parece provenir desde insólitos lugares, como de una persona que conversa con los muertos. Por aliento y sobriedad parece estar en las antípodas de “Yo soy el cartón…”, pero la une una sensación de derrota respecto a la familia como elemento seminal de la sociedad. La noción de una desorientación vital es reveladora de una mirada que advierte el fracaso así como la disolución simbólica de un país que empieza a perder sus costuras más íntimas, la de las relaciones afectivas, las de la identidad y finalmente, las del alma (interesante sería contraponer esta disolución de identidad afectiva con la reivindicación sexual que pareciera estar en alza).
Frente a la derrota casi naif que exuda “Cassandra, la Sandra”, en otra obra ganadora de la categoría Emergentes como “Tectónica de placas”, de Carlos Briones, la metáfora de la disolución adquiere contornos casi radriganescos. A cargo de Javier Casanga, director de la compañía La niña horrible, este relato ubicado en un lugar fantasmal del norte de Chile se narra al interior de una familia regida bajo las convenciones de un circo, donde las pugnas entre dos hermanas por una herencia advierten esa señal de “muerte lenta” que parece expandirse desde las más básicas de las relaciones. Un espacio envejecido, claustrofóbico, tensionado por los deseos materiales y la ambición, con la presencia de temblores que le dan una sensación de irreversibilidad a esta radiografía sombría del país. Pese a que las figuras poéticas utilizadas lo acercan a la estética de Radrigán, la dirección de Javier Casanga logra introducir ese habitual humor cruel y mordaz y el travestismo como operación política-simbólica, aunque más cercano a una radiografía social de una clase moribunda (notable el personaje de la abuela a cargo de Karim Lela).
En esta rápida revisión pareciera que la perspectiva de género había quedado subordinada a los temas descritos, pero en “Querido John, take a chance on me”, de Mónica Drouilly, hay un interesante inversión de lo que presupone la agenda feminista. En un estilo de puesta en escena alemanizada donde las referencias a Falk Richter son muy cercanas (en especial a “Delirio”), el texto dirigido por Luis Ureta propone un espacio de hipermodernidad (a la manera de Lipovetsky) donde las estructuras patriarcales no solo se mantienen sino que se perpetúan. Tres mujeres jóvenes, exitosas y resueltas, que trabajan en una oficina de especulación financiera, intentan relacionarse con su jefe quien está en otro lugar y al cual no pueden acceder. La puesta en escena mediatiza esta sociedad hipermoderna de pantallas e instantaneidad global y satiriza la búsqueda de autosatisfacción femenina en el gimnasio y la moda. A la manera de Richter, Ureta reitera sus intereses en el teatro alemán contemporáneo pero a diferencia de sus últimos montajes cada vez más herméticos, hay un guiño pop en las canciones que el trío de protagonistas interpretan con singular brillo (no por nada son destacadas actrices de musicales, como Geraldine Neary, Josefina Fiebelkorn y Camila González) y que convierten esta sátira en una divertida mirada a otro tipo de fracaso: el del sistema social y económico del que somos parte pero del cual jamás podremos esperar una retribución.
En la suma general de los textos ganadores resuena una sensación de desaliento generalizado desde las estructuras más íntimas, como la familia, una suerte de derrota inevitable que juega sus minutos de descuento. A diferencia de lo que sucede en la cartelera, tan dada al gesto político explícito y a menudo vociferante, parece haber ocurrido en estos trabajos un repliegue de miradas que conectan estas preocupaciones desde lo afectivo, constatando quizás que hay un territorio más profundo en que se advierten ciertos síntomas del mundo contemporáneo.
La variedad de propuestas y resultados finales, evidencia en sus esfuerzos un intento de acercarse a públicos más amplios y de generar formación de audiencias a nivel escolar. Quizás eso puede explicar que en esta versión el carácter “experimental” haya sido menos marcado que en anteriores ediciones. Si se le suma que las funciones fueron simultáneas en distintas salas con la idea de convertirla en una suerte de festival, son decisiones acertadas pensando en una mayor masividad. Lo que nunca está de más.