Crítica de cine “Memoria implacable” (Marichi Tukulpan): El fuego que escribe la otra historia

Por Magdalena Hermosilla

Una cordillera nevada se alza imponente. Caen los pequeños fragmentos de nieve uno a uno. Un invierno crudo y frío nos envuelve. Dentro, suenan los pequeños crujidos de los pedazos de leña ardiente en la bosca, su rojo abrasador nos hace sentir el calor de aquel lejano paraje. En aquella hoguera, bajo el cielo de la Patagonia, se enciende una memoria que, durante la crudeza del invierno, no se ha extinguido nunca del todo. Las Araucarias persisten altas y vigilantes. El viento susurra nombres que ya no se pronuncian, y la nieve —blanca y espesa— cubre las huellas de un despojo que aún duele. El fuego derretirá la nieve densa y encubridora, la convertirá en agua que correrá transparente, antigua, que todavía sabrá su camino de vuelta. La hoguera será la señal de resistencia en torno a la cual los sobrevivientes se volverán a reunir.

Memoria implacable (Marichi Tukulpan) es un documental chileno dirigido por Paula Rodríguez Sickert y protagonizado por la académica mapuche Margarita Canio Llanquinao. La película surge de una investigación que conecta archivos históricos, memoria personal y resistencia política. El punto de partida es el hallazgo de Canio de un archivo en Berlín que contiene testimonios inéditos de prisioneros mapuche que sobrevivieron a los tortuosos procesos de los obsoletamente llamados “Pacificación de la Araucanía” en Chile y “Campaña del Desierto” en Argentina. Campañas militares que marcaron profundamente la historia y el presente del pueblo mapuche con sangre. Entre estos testimonios se encuentra el de Katrülaf, un hombre cuyo relato conmovió de tal manera a la académica, que se convertirá en la figura y el relator simbólico de todo el filme.

Con este descubrimiento, se inicia un viaje de recuperación de la memoria, en el que Canio recorre territorios arrebatados, reactiva saberes ancestrales y reconstruye una historia borrada sistemáticamente por los Estados nacionales de Chile y Argentina. A lo largo de esta travesía, el documental construye una contra-historia desde la imagen y la lengua ancestral, donde la memoria del pueblo mapuche —despojada, silenciada y transformada— resurge como un acto de resistencia espiritual, corporal y poética que interpela no solo a la historia oficial, sino también a las formas dominantes de representación y verdad. A través del aliento de la tierra, del fuego, del viento y del agua, el documental no solo recupera lo que fue, sino que anuncia que aún hay un espíritu que sopla, un porvenir posible de reconstrucción y dignidad desde la memoria viva.

La materialidad sensorial de esta película es uno de los pilares que sostienen su propuesta política y poética. El documental construye una atmósfera en la que los elementos naturales —el agua, el viento, los animales, el ocaso, la nieve, el fuego— no son simples decorados del paisaje, sino vehículos simbólicos que cargan con el peso de la historia. Cada uno de ellos condensa un aspecto del despojo y de la resistencia.

El motivo de la hoguera, por ejemplo, es el más recurrente. En torno a ella se congregan la palabra y la memoria. El fuego encapsula la idea de mantener viva la llama: puede brindar vida en la crudeza del invierno, pero también tiene la potencia de destruir el orden, de avivar el espíritu de resistencia y lucha. El fuego posee una naturaleza convocante.

Esta tesis visual sostiene los primeros gestos del documental, donde la narración oral emerge como un acto colectivo que ilumina en la oscuridad del olvido. No es casual que los planos iniciales nos muestren la cordillera nevada, el calor de la hoguera y a Margarita Canio hablando en Mapuzungún, la lengua predominante de la película. Hay ahí una intención clara. El frío aparece como el territorio al que se enfrenta la memoria cuando ha sido congelada por siglos de negación, y en este contexto, el idioma es el fuego, la llama encendida que resiste.

Esta idea del relato encendido se ve también atravesada con otro de los motivos estéticos del filme: el atardecer, que aparece como herida abierta sobre un cielo teñido de rojo –el del fuego y de la sangre—que se cierne sobre las montañas nevadas en el momento en que Katrülaf rememora la primera masacre de su comunidad. No es solo un atardecer, es un símbolo de la violencia, es el ocaso de la forma inocente de habitar las tierras de la infancia. Tierras que ya no podrán ser recuperadas nunca más. El cielo se vuelve testigo del desgarro y guarda en su color la memoria que estas tierras aún no logran cicatrizar.

Es por ello que el relato, la oralidad y el idioma, se vuelven los recursos que mantienen encendida la hoguera, que requiere de la colectividad para sustentarse, que convoca a su alrededor. Es memoria que se transmite en la intimidad de los cuerpos reunidos, en el calor compartido de la tradición oral. La película confía en ese calor como impulso vital y construye desde allí su forma, no buscando documentar desde una distancia objetiva, sino encender un relato que arde con la emoción de lo que ha sido transmitido bajo amenaza de extinción. Se trata de hablar con la otra historia, aquella que debe ser contada en el lenguaje de quienes fueron —y siguen siendo— silenciados.

Este calor compartido de la oralidad es un eje importante del filme, pues se inserta en un contexto hostil de legitimación. La civilización occidental colonizadora pone el peso de la verdad sobre los hombros de la palabra escrita. Dejando la tradición oral como un elemento pintoresco o folclórico de grupos considerados menos civilizados. La oralidad histórica carga, además, con la vulnerabilidad de la tergiversación.

En este contexto, el hallazgo de los testimonios escritos de prisioneros mapuche —entre ellos, el de Katrülaf— en un archivo occidental, adquiere un peso crucial. Tener ese registro por escrito desmiente, desde dentro del propio lenguaje legitimador de Occidente, la sospecha hegemónica que históricamente han impuesto sobre la oralidad indígena. Limpiando de dudas la idea de que exageran o inventan las atrocidades vividas por sus antepasados, que “no entendieron” las buenas intenciones del hombre blanco, que fueron tratados “con respeto y dignidad” por los ejércitos, los esclavistas o la iglesia. Desmiente estos cánones históricos que hemos escuchado una y otra vez. El archivo se convierte entonces en una herramienta estratégica dentro de una batalla discursiva, en la que, para poder legitimar los horrores del pasado frente al colonizador, es necesario apelar a sus propios métodos de validación.

La película pone en evidencia esta jerarquización colonial del conocimiento, y lucha contra ella mediante una persistente utilización del idioma y el relato. Utilizando el archivo escrito, no una sustitución del relato oral, sino desde una articulación entre ambos; una forma de contra-archivo en que el registro occidental no anula la voz indígena, sino que la respalda sin absorberla. En este cruce se encuentra un punto de resistencia, el de transformar aquello que fue archivado en el silencio de un pasillo de algún país europeo, en una llama que vuelve a hablar desde el presente.

Este fenómeno discursivo, responde a un problema mayor del conocimiento: La historia oficial —la que figura en los archivos estatales, en los libros escolares, en las bibliotecas occidentales— no es una versión objetiva de la historia, sino aquella escrita y sesgada por la hegemonía. Una versión mutilada del pasado, diseñada para sostener el poder de quienes narran desde arriba, dejando fuera voces, relatos y dolores que no caben en sus márgenes. El documental se erige como un gesto de reparación frente a esa violencia epistémica, siendo el registro de una historia que, al igual que las tierras mapuche, fue usurpada, fragmentada y repartida sin consentimiento. Tanto como las personas que las habitaron, cuyos cuerpos deshumanizados, fueron exhibidos como rarezas amerindias en los rincones fríos de algún museo.

El documental nos encara con la forma en la que el “conocimiento” ha sido extraído y presentado. Revelándose como una producción de categorías y características entendidas siempre desde la desde la noción de alteridad, sobre todo en cuanto a nuestra comprensión de los pueblos indígenas. Abarcando una mirada de “anomalía” o “curiosidad” por todo aquello considerado ajeno a la hegemonía.

Esta visión fue promovida sobre todo por aquellos científicos como Lehmann-Nitsche, “dueño” del relato de Katrülaf encontrado en Alemania, que data de su encuentro en el Museo de historia natural de la Plata. Como él hubo tantos hombres de estudio que llegaron a parar aquí en tiempos de colonización para “conocer” a las “nuevas especies” que este mundo indígena tenía para ofrecerles. Estos hombres nunca vieron a otros como Katrülaf de forma horizontal, como a un igual, sino desde una mirada extractivista. Su estudio no solía venir desde un respeto e interés genuinos por las culturas originarias, sino solo como una forma de clasificar, traducir y domesticar, mas nunca para comprender.

Esa distancia —académica, política y cultural— sigue marcando la relación entre el saber dominante y los pueblos originarios. La película no solo lo denuncia, sino que propone otro gesto, uno que escucha desde adentro, que se sumerge en el relato y que devuelve el derecho a nombrarse con sus propias palabras, a rearmar los fragmentos de una historia robada, mutilada y dispersa en archivos extranjeros y cuerpos vivos. Una historia despojada de su origen.

Entre los símbolos más elocuentes de este despojo, emergen los caballos –otro motivo estético recurrente– como figuras que transitan entre lo salvaje y lo domesticado. Sus patas recorren los mismos senderos que una vez pisó Katrülaf, evocando un pasado libre, anterior al sometimiento. “Teníamos todo, hasta caballos”, dice su voz, como quien los recuerda no solo como un bien material, sino como un vínculo con su tierra. Despojados incluso hasta de ellos. Los caballos aparecen cada vez que se hace alusión al recorrido de la campaña del desierto como un símbolo anímico -del ánima- de aquellos mapuches que fueron removidos y subyugados forzosamente, de aquellos que murieron en el trayecto. Los caballos son una representación de la resistencia y la pérdida, del espíritu que se niega a ser completamente domado.

De la misma forma se instala el viento como otro motivo, en este susurro de memorias de quienes vivieron los acontecimientos. En la película, el viento pareciera no ser solo un fondo, sino una voz ancestral -El spiritus– el aliento, que sopla a través de los paisajes, y que, con él, soplan los nombres que ya no se pronuncian. La etimología nos recuerda que “espíritu” y “soplo” son una misma cosa, ese aire que se escapa de los labios y que, desde los relatos orales de estas memorias, se vuelve acto de resistencia. Cada ráfaga trae consigo un eco, una sombra, una vida que no está, pero insiste.

Así, la película resuelve de forma muy elocuente y poética el problema de cómo retratar aquello que ya no está, de cómo hacer partícipe a los entes que habitan sin cuerpo un territorio cuya historia fue borrada durante tantos años. Y lo hace desde una analogía iconográfica que represente sus espíritus, en modo de kürüf o kawell. Se filtran las alwes de los antepasados en los ngen que permanecen. No son presencias espectrales, son pulsos vitales que animan con su recuerdo la memoria colectiva.

Por último, encontramos también constantemente el motivo del agua. El agua que refleja, el agua que fluye, el agua que fue forzada a recorrerse para alejarse de las tierras de la infancia. A veces, la memoria aparece como un reflejo sobre el agua, un recuerdo tembloroso y frágil. El documental utiliza este motivo para hablar de lo irrecuperable. Estas tierras robadas, vistas a la distancia, aparecen también como espejismos en la voz de Katrülaf. Como el reflejo de un mundo que fue, que aún brilla en el recuerdo, pero que se disuelve al intentar tocarlo. La imagen del agua se vuelve profética, es un barco que parte, una vida que se aleja, un pueblo que si bien desaparece del mapa no se extingue nunca la memoria.

Y luego de tomar aquel barco, Katrülaf, finalmente, se convierte en Juan Castro. Acepta otra lengua, otro nombre, otra vida. Se resigna, se adapta, sobrevive. Incluso llama “amigo” al científico que lo estudió. En ese gesto hay ternura, pero también un eco devastador, el de la renuncia como única forma de supervivencia posible. Sin embargo, en sus últimas palabras antes de la metamorfosis, queda encendida una chispa: “Como un espejismo, estas tierras se ven aparecer frente a nuestros ojos. Siguen ahí las tierras, amigo, compañero. Detrás de las montañas. Son nuestras. Hermosas tierras de nuestra infancia”. En ese recuerdo hay futuro. Porque la memoria no es solo lamento, es también sueño, deseo y porvenir. Memoria implacable se pronuncia entonces no solo como acto de duelo, sino también como latido de un pueblo que aún se sueña libre.

La película y el relato que termina con Katrülaf, no es realmente el final de la historia. No cuando aún nos atraviesan imágenes como las de la Ñaña María Cona que nos muestran como el dolor persiste, en su voz quebrada y temblorosa. En las miradas que aún buscan justicia. Ese dolor no pertenece al pasado, sino que habita el presente de un Wallmapu sitiado, cuyas comunidades siguen siendo tratadas como amenaza antes que como interlocutoras. Cuando nuestro tiempo presente es el más militarizado en la historia reciente de la Araucanía, cuando se ha desplegado el poder de la represión sobre estas tierras sin haber abierto un diálogo real con quienes las habitan ancestralmente, entonces no podemos hablar de lo que vivió Katrülaf como un hecho del pasado.

Las promesas, como el ministerio de los pueblos originarios o la reparación de tratados traicionados como el Tapihue, han quedado en letra muerta. Se insiste en aplicar leyes de excepción, como la ley antiterrorista, a un conflicto que exige verdad, restitución y dignidad, no persecución. Es aquí, cuando frases poderosas del documental como: “Conocer la historia no es solo abrir las llagas, sino también tener la posibilidad de reconstruir”, cobran incluso más sentido. Y esa posibilidad no nos puede ser indiferente a los que vivimos en este territorio, que ha sido testigo de las atrocidades contra quienes lo habitaron mucho antes de que se llamara “Chile”.

Porque la memoria, como el fuego, debe ser alimentado para mantenerse vivo, debe ser alimentado por cuerpos y por voces. Nosotros también tenemos el deber, como nos dicen en Memoria Implacable, de poner nuestras voces y cuerpos a disposición de esta lucha. No como sacrificio mudo, sino como acto vivo de escucha, de denuncia y de solidaridad. Pues es en este gesto -el de rescatar la historia, de volvernos agentes de reparación, y de convertirnos en el grito de la tradición oral que relatan la opresión, usurpación y genocidio histórico del pueblo mapuche que acontece hasta nuestros días- y solo en este gesto, donde quizás podamos, por fin, comenzar a narrar otra historia.

Ficha Técnica

Título original: Memoria implacable (Marichi Tukulpan)

Duración: 72 minutos

Año de estreno: 2024

País de origen: Chile

Dirección y guion: Paula Rodríguez Sickert

Protagonista e investigadora: Margarita Canio Llanquinao

Producción: Paola Castillo

Idioma: Mapuzugún, español.

Distribución: Miradoc

Estreno: Jueves 29 de mayo. 

 

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