Por Paulo Adriazola Brandt
Frente a los estantes de una librería, en ese placer inigualable que mantiene la expectativa de hallar algo novedoso, me topé con el libro de cuentos del escritor estadounidense Stephen Dixon (1936-2019) Calles y otros relatos, totalmente desconocido para mí, y me puse a leer con verdadero asombro uno de los once relatos de esa selección, sin moverme de donde estaba, los clientes se cruzaban pero apenas los percibía, abstraído, porque no imaginé que encontraría un estilo tan peculiar, carente de adjetivos e hipérboles, y pleno de concisión y crudeza. Pero ahí estaba, una originalidad fascinante.
Los personajes de sus historias son crédulos y un tanto ingenuos, pero frente a situaciones de peligro, siempre surge la ironía, casi la burla, y también el desprecio. En el cuento Historia del 14, las escenas de distintos espacios se superponen sin aviso, y la casualidad la perciben como una cosa del destino, a partir del disparo que sale de la mejilla de un hombre alojado en un hotel que intenta suicidarse, la bala rompe una ventana y el proyectil cae en la azotea de un edificio donde un jovencito se convence que alguien quiso asesinarlo, “Estaba sentado mirando las palomas, sin meterme con nadie, cuando pum, disparan una bala, a centímetros de mis ojos”, y las tres cartas que el suicida dejó para su mamá, su exesposa y un amigo, caen al piso manchadas con sangre, salvo la dirigida a su madre que vuela hasta caer sobre un vehículo estacionado y una mujer la toma, dudando si se trata de una broma, “¿En serio piensas que a alguien podría ocurrírsele una broma así?”, le pregunta su novio. Pero lo que se presenta como absurdo, de pronto se vuelve creíble porque los personajes tratan de descubrir una causa racional, que además tenga que ver con ellos, con sus miedos, y la seguidilla de consecuencias, como ondulaciones en el agua, van afectando a desconocidos, se distorsionan sus existencias o gatillan fantasías disparatadas. Y siempre la ironía, aquella que emerge desde la absurdidad de cualquier acto humano, como el suicida que le escribe a su madre, “Es una tontería, pero si pudiera vivir lo haría más que nada para ahorrarte el dolor de mi muerte”. De distinta manera, pero desde la misma raíz, se nos muestra este sinsentido en el famoso inicio de la novela El proceso de Franz Kafka: “Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque sin haber hecho nada malo, una mañana fue detenido”
El escritor estadounidense consigue mostrarnos descarnadamente, al más puro estilo del realismo sucio, una verdad que subyace en determinadas circunstancias difíciles, trágicas, que de seguro nos tentarían a actuar como sus personajes, con distancia o escindidos, alejarnos del problema para volver sobre nosotros y permanecer ahí, como si fuera un refugio. En el relato El intruso, presenciamos una violación que no tiene rasgos de tal, ya que la mujer le pide a su novio, que de improviso llega al departamento y la ve con un hombre encima y un cuchillo sobre su cuello, que acepte todo lo que él diga, es mejor así, “-¿Qué quieres que haga? -dice ella”, al violador, y luego el novio, que es el narrador en tiempo presente, nos cuenta que “Vuelvo. Miro. Hacen el amor. Oigo ruidos de los dos. Jadeos. Después él grita. Ella también”, pero al mismo tiempo hay una violencia latente a través de las amenazas para que sigan sus órdenes. Entonces se parece a una pantomima entre el violador y la mujer, una escena bien representada como si lo hubiesen actuado más de una vez, pero ahora con el novio presente, y ella ha traspasado un límite, por miedo o por el placer que produce el miedo. Una vez solos, la pareja hace la denuncia a la policía, pero antes, ella se da una ducha y rechaza ser revisada por un médico.
En estas historias siempre hay mensajes claros, sin adjetivaciones ni sentimentalismos, no existen divagaciones como tampoco pensamientos elaborados, sino hablar y actuar sin filtro, alejados de la moral porque el centro gravitacional está en el yo, en el egoísmo ancestral de la supervivencia. Y pareciera que en la objetividad de lo que leemos, estaría todo el mensaje que el autor quiere transmitir, que no hay un pedazo de hielo sumergido con la historia no contada. Pero no es así, porque detrás de cada anécdota narrada, si nos acercamos detenidamente y con atención, surgirá nuestra apariencia frente a un enorme espejo que no podemos eludir, ahí estarán nuestras frustraciones y pesares. Como el hombre, en el cuento La firma, que abandona el cadáver de su mujer en el hospital, pero un enfermero le exige que no se vaya, hay que darle sepultura a su mujer, y él responde, “Tarde. Está muerta. Estoy solo. Le besé las manos. Que se queden con el cuerpo. Quiero alejarme de aquí lo más posible”. Luego, un guardia del hospital intenta detenerlo cuando quiere tomar el autobús, pero el chofer discute con él porque no tiene una orden judicial, debe continuar su ruta, y los pasajeros alegan por la demora. El protagonista, aunque inmerso en el dolor, utiliza un recurso jocoso, ya que también reclama por la tardanza, “-Si -digo, impostando la voz para que piensen que no soy yo, sino otro pasajero –tengo un compromiso importante y llevo diez minutos de retraso”. Entonces lo que vemos es una pena profunda, pero manifestada de otra manera, quizás como lo quisiera hacer cualquiera frente a la pérdida de un ser querido: solo actuar sin medir las consecuencias, como lo haría un antisocial.
La forma de narrar lo es todo en Dixon, su sello, su valentía, utiliza lo subversivo que tiene la literatura, lo que nos traslada a otro gran escritor de cuentos, el brasileño Rubem Fonseca, que comparte esta manera de mostrarnos la realidad, como en su famoso relato El cobrador, en que el protagonista, después de terminado un tratamiento dental y cuando corresponde pagar la cuenta, le responde al dentista, “Odio a dentistas, comerciantes, abogados, industriales, funcionarios, médicos, ejecutivos, esa canallada entera. Todos me están debiendo mucho. Abrí la casaca, saqué la 38 y le pregunté con tanta rabia que una gota de escupo le pegó en la cara: ¿qué tal meterte esto en el culo?”. Pero en el cuento El rescatador no hay rabia sino una culpa profunda del protagonista, como un cáncer que lo va comiendo por dentro, desde el momento en que intentó salvar a una niña que se desplomó desde un balcón, pero un segundo antes de que la recogiera en sus brazos, los desplazó y el cuerpo se estrelló sin atenuantes. Luego la culpa lo deja en el suelo, literalmente, llorando y sin querer ver, a pesar de que le explicaron que de todas maneras la niña no se habría salvado, y de inmediato aparece con más fuerza un miedo patológico ante la idea de que uno de sus hijos pueda sufrir el mismo accidente, y esa preocupación no lo abandona, camina mirando hacia lo alto, en dirección a los balcones en busca de niños a quienes salvar. Por último, el delirio provocado por la ausencia de esa realidad que lo redimiría, atrapar un cuerpo y salvarlo de la muerte, va distorsionándolo de tal manera, que ve sangre en el suelo, la huele, también ve un hoyo tan profundo que no se ve el fondo, y “Descubre que se ha arrojado desde el puente que une la ciudad con la que está al otro lado del río. Cierra los ojos y espera que la imagen se transforme en otra, pero no ocurre eso. Trata de imaginar que lo atajan los brazos de su hijo.”
“Comencé con historias realistas que no tenían ninguna energía. Me dije a mi mismo que debía cambiar, que eran muy estáticas. Todo estaba en su sitio, Y nada más. Se parecían tanto a la de tantos otros. Así que sentí que tenía que soltarme y dejarme ir. Y lo hice. Y aquí estoy.”
Eso dijo Stephan Dixon. Ténganlo en cuenta.
Ficha técnica
Título: Calles y otros relatos
Autor: Stephen Dixon
Cuentos
Editorial: Eterna cadencia
Año: 2014
Páginas: 190